La Paz, 15 de enero de 2024 (ANF).- Miguel* —nombre cambiado— es un interno que duerme en el Auditorio I. Las drogas en el Auditorio I están por todo lado y a cualquier hora y el negocio solo funcionará mientras haya consumidores y mejor si aumentan. Panty, Fico, Chespi y el Gaucho, también internos, son los cuatro proveedores de droga en el Auditorio I, y pagan cada uno al delegado general de San Pedro 100 dólares mensuales por el permiso de venta. Cada interno que llega al lugar debe consumir droga, luego de convertirse en adicto lo que importa es cómo cobrar.
El penal de San Pedro de La Paz representa a la sociedad boliviana en miniatura, donde unos cuatro mil internos conviven en una superficie de 7.000 metros cuadrados, una sociedad en la que se entremezclan todos los crímenes y donde el 70 por ciento no tiene sentencia. Las escalas sociales también son una expresión de esta sociedad poco democrática que es detentada por una casta de presos rankeados y respaldada por las autoridades penitenciarias. La aplicación de una justicia privada, abusos y arbitrariedades son parte de sus atributos.
A la cabeza de San Pedro se encuentra el gobernador del penal, cargo detentado por un oficial de policía que hace de máxima autoridad y actúa en coordinación con los representantes del autogobierno carcelario que recae en los delegados generales, que a su vez tienen coordinación con los delegados de cada sección.
En esta pirámide social, donde por cada escalón se va clasificando al privado de libertad de acuerdo a su posibilidad económica, los Sin Sección son los más pobres, los que no tienen dinero para ir a una sección, para pagar por una celda, los que están más sumergidos en el vicio, los últimos en la cadena alimenticia, el peldaño inferior o subterráneo en el ecosistema carcelario.
La socióloga Magaly Quispe explica que dentro del grupo de los Sin Sección hay como tres subgrupos: uno que es consumidor de droga y tiene problemas de conducta por esto; otro grupo constituido por personas que no tiene dinero para pagar su ingreso al penal y otras exigencias; y, un tercero conformado por personas que están castigadas o sancionadas, que han tenido problemas en sus secciones y los han expulsado, y al no tener a dónde ir llegan a residir a las aulas de Sin Sección.
Si bien la cárcel implica un grado de marginalidad, los presos Sin Sección representan a los marginados de los marginados, los más segregados del penal y eso lo demuestra el lugar al que han sido confinados y el trato que reciben de parte de las autoridades y de los propios internos, que los estigmatizan como “tisis” y “drogodependientes”.
Las gradas ubicadas a la mano derecha del patio principal del penal de San Pedro, al ingresar por la puerta grande, son el inicio que llevan hacia un salón en el tercer piso, en el que se entremezclan consumidores de droga, enfermos terminales, crónicos y mentales. Ya en el primer piso, se debe seguir a mano izquierda un pasillo que seguramente no cambió desde la inauguración de la cárcel, hace más de cien años. Mientras uno sube, el ambiente se siente más enrarecido y hay internos que lucen sucios y andrajosos. Una escalera de madera con pasamanos, en el segundo piso, con la edad del penal, conduce a otra similar hasta llegar al tercer nivel. A la mano derecha de la escalera está el ingreso al Auditorio I, un amplio salón, pero insuficiente para albergar a 200 internos cada noche. Una puerta contigua, al fondo, que siempre está cerrada, conecta con el Auditorio II, un espacio más pequeño.
Son las 11.00 de un jueves y los internos se levantaron hace cinco horas. El ambiente del Auditorio I es denso. Con Miguel nos entremezclamos entre siluetas grises y humanoides. Cruzar el dintel es como ingresar a otra dimensión. Al paso, un brazo desnudo cuelga de una cama precaria ubicada en el primer ambiente de la entrada. Paseo la mirada por el lugar, veo hombres con caras hinchadas y magulladuras, vestidos con harapos o con ropas demasiado grandes o muy cortas, chompas con nada debajo revelan el grado de indigencia de los internos. El ambiente tiene un olor penetrante a droga que provoca un dolor de cabeza intenso al visitante infrecuente. Hay partículas de polvo, o de otra cosa, suspendidas. El color rojo fucsia de las paredes le confiere al lugar mayor depresión. El piso está descascarado. El salón, aunque con pocos años de inaugurado, parece construido hace décadas. Hay penumbra que ni las ventanas abiertas pueden contrarrestar. El ruido cotidiano enmudece ante una pantalla de 50 pulgadas encendida a todo volumen y colgada en lo alto de la pared opuesta a la puerta de ingreso. Sobre colchones, pegados a las paredes, se sientan varios internos. Miguel me dice que los piojos y las pulgas son las que abundan. Al lado, al borde de frazadas polvorosas colocadas unas sobre otras, un hombre de unos 60 años revisa un celular con la pantalla clizada, al igual que su mirada, una mirada sin esperanzas.
—Aquí es donde duermo —me indica Miguel, señalando un colchón que ocupa un espacio de unos 45 centímetros de ancho por 1.60 de largo, donde solo se puede optar por una postura y cada día amanecer con el cuerpo agarrotado.
Pero en realidad Miguel no duerme. Las noches son intranquilas en el Auditorio I. La gente fuma de corrido y las peleas no faltan, las pulgas y los piojos van de cama en cama, los olores son nauseabundos por la falta de aseo de los internos y el frecuente derrame de orín. El baño lleva clausurado por meses y ahora, por el hacinamiento, sirve de lugar para dormir. Una emergencia estomacal se resuelve con una bolsa, delante de todos. Un cólico debe ser soportado hasta la mañana siguiente. Cada día a las nueve de la noche, don Vlady, un interno de unos 50 años, pone el candado a la puerta y lo retira a las seis de la mañana. La luz se apaga a la una de la madrugada y el televisor a las tres, pero no siempre. Los juegos con el encendedor en las manos de los adictos son constantes. Es otro de los motivos por el que Miguel no puede dormir.
—Si un día pasa un incendio, todos morimos quemados —dice.
Cada mañana la puerta del Auditorio I se congestiona por la salida de los internos —agrega Miguel— peor será con un incendio, si es que alguien, alguna alma caritativa, quita el candado de la puerta a tiempo.
El médico psiquiatra y pedagogo Ernesto Málaga considera que estas condiciones carcelarias extremas, tal vez las peores, a las que son sometidos los privados de libertad, “pueden llevar a un sujeto a un trastorno mental, lo que en psiquiatría se denomina trastornos por trauma y estrés”.
En total, unos 520 internos considerados Sin Sección, distribuidos en el Auditorio I, Auditorio II, cuatro Aulas de Estudio y la Cocina, pueden padecer este efecto, con el agravante de que la mayoría consume drogas. Unos llegaron consumidores y otros lo adquirieron dentro.
Los lugares que habitan los Sin Sección son de miseria y abandono. En los dos años que lleva Miguel ningún funcionario policial ni de salud subió al lugar para ver las condiciones en que se encuentran alojados. Ni siquiera son de interés de las requisas. Los enfermos agudizan infecciones y los consumidores de droga en cada pitada van dejando la vida y mueren por intoxicación.
—Aquí cada mes muere un interno, dejan de comer, pero siguen fumando, fuman hasta morir, la “papa” (pasta base) es muy adictiva.
Chino, Decker, Lucho, Abimael, son algunos apelativos de los que murieron intoxicados. Otros murieron por peleas con cuchillo. La fila de espera para abrazar a la muerte siempre tiene candidatos.
Sin rehabilitación
En un lugar así, dice Andrés Gautier, responsable del área socioterapéutica del Instituto de Terapia e Investigación contra la Tortura (ITEI), “no hay ningún espacio ni posibilidad de rehabilitación”.
—Es un lugar de miseria donde no se hace nada para que estas personas puedan recuperarse, es como la basura de la sociedad, y poner ahí a alguien que todavía tiene la mente sana, que tiene criterios, tiene la función de crear desmoralización, de destruir a una persona —apunta.
Para Gautier estas condiciones generadas tienen un propósito, una intencionalidad, de castigar a quienes no tienen dinero para pagar por el ingreso al penal, menos por una celda, sometiéndolos a condiciones críticas de hacinamiento: “Es una forma punitiva de decir ‘como no pagas, jódete’, porque hay personas que se quebrantan en este tipo de contextos”.
Refiere que en este ambiente rodeado de miseria día a día, la persona corre peligro de entrar en las drogas para no sufrir esta situación. “Al no poder ir al baño de nueve de la noche a seis de la mañana, de no tener protección, no haber higiene, sin atención médica, con olores fuertes, con amenazas continuas de violencia, sin condiciones básicas, todo esto es para quebrar a una persona sana, no es gratuito”, remarca.
Drogadicción, deudas y muerte
Las drogas en el Auditorio I están por todo lado y a cualquier hora. El negocio solo funciona mientras hay consumidores y mejor si aumentan. Panty, Fico, Chespi y el Gaucho se encargan de eso, de poner en marcha en el Auditorio I todo un sistema mafioso y muy bien estructurado que funciona por años, sin que sospechosamente alguna autoridad haya logrado cambiar. Cada interno que llega al lugar debe consumir droga, luego de convertirse en adicto lo que importa es cómo cobrar. La mayoría de los Sin Sección tiene el alma presa por las drogas y la consumen a crédito, con una deuda que se acrecienta día a día, fecha en que no paga se multiplica por cinco, y va creciendo hasta hacerse impagable.
Las peleas por falta de pago son frecuentes y en muchos casos cuestan la vida. Los deudores son sometidos a baños con agua helada por los dueños del negocio. Muchos adictos venden sus cosas, como la comida del día que les otorga la cárcel, llaman a sus familiares desesperados para que paguen la deuda. Miguel debe sobrevivir en ese ambiente.
La estructura del negocio de la droga es muy fuerte y tiene rostro de autoridad. Pese a las denuncias constantes de los propios internos que implican a los policías en el negocio, considerados como el primer eslabón de la cadena de corrupción, las autoridades prefieren mirar para otro lado.
—Es un tema de principios ¿quién mete la droga? ¿quién tiene las llaves de la puerta?, mientras tengamos policías en las cárceles eso va a seguir, cuando se vaya la policía vamos a dejar de tener drogadictos en cárceles, porque la coca entra por kilos, ahí se forma un círculo de gente que vende droga y se vuelve consumidora; todos lo saben y nadie hace nada —dice el exdirector de Régimen Penitenciario, Ramiro Llanos.
La droga ingresa por la puerta y se distribuye en las secciones. Cada administración de droga es autónoma. Está tan normalizada la venta y el consumo de droga que incluso el delegado general del penal lo usa en campañas a cambio de votos. Eso ocurrió en la última elección en agosto de 2023 en la que ganó Kevin Fernández con los votos de los Sin Sección, más de 500 votos a cambio de droga. Pese a las denuncias, las autoridades penitenciarias optaron por un silencio cómplice. Kevin Fernández era el candidato oficialista, por el que incluso funcionarios de Régimen Penitenciario hicieron campaña subrepticia entre los internos, al afirmar: “Fernández hace obras”.
El Subcomité para la Prevención de la Tortura de la Organización de Naciones Unidas (ONU) expresó en su informe de 2017 su preocupación por la práctica generalizada de la corrupción en la mayoría de las cárceles del país y que los funcionarios penitenciarios aceptan como “normal”.
Remarcó que el sistema de “autogobiernos” en las cárceles, ante el vacío del Estado, profundizó esta práctica que agudiza la situación y afecta sobre todo a los internos más débiles.
—Es un negocio muy bien estructurado y rentable y nadie lo quiere cambiar, genera ingresos para un grupo de delegados y para las autoridades –asegura Miguel.
Los internos que a nadie importa
—Nosotros hemos hecho varias cosas por los Sin Sección —dijo el director general de Régimen Penitenciario, Juan Carlos Limpias— Hemos ampliado sus espacios, ellos en algún momento, por el hacinamiento, estaban incluso durmiendo en los pasillos, hemos tratado de conseguir catreras, pero es un espacio solo para descansar y dormir en la noche—.
Sobre el consumo constante de drogas en el Auditorio I, dijo: “Se ha tratado siempre de que esos espacios no sean mal utilizados”.
Limpias anunció la atención a drogodependientes en centros especializados, aunque siempre minimizó esta problemática y dijo que los Sin Sección llegan así al penal.
—Lo que hemos hecho este último tiempo, creo que es importante —, dirá.
Miguel dice que al Auditorio I solo trajeron nueve camarotes de tres niveles, lo que permite que 27 internos tengan donde dormir y 173 sigan, cada noche, atiborrados en el piso “como pescados”.
Toda esta situación refleja el “abandono estatal” de las autoridades con las personas privadas de libertad, en particular con los Sin Sección, que por el “grado de descuido” solo refleja la “apatía” gubernamental, dice la socióloga Magaly Quispe.
Agrega que esto ocurre debido a que los Sin Sección son la “cara fea” de la cárcel, tanto así que cuando van algunas autoridades de visita al penal, “a ellos se los encierra bajo llave, no pueden salir y circular con normalidad”.
En un día corriente y con visitas de familiares, a los Sin Sección, siempre sucios y desaliñados, se los ve en el patio principal tomando el sol, algunos venden pequeñas artesanías que logran elaborar de manera rústica, otros piden una moneda, hay quienes se brindan a orientar a los visitantes a cambio de dinero, recurso que irá, por lo general, para amortizar la deuda que tienen con los proveedores y seguir consumiendo droga.
El abandono estatal de los Sin Sección es cubierto por la visita esporádica de algunas iglesias evangélicas u organizaciones no gubernamentales. Les llevan comida, utensilios de limpieza y algo de ropa, pero al no ser constante, “el estado de indigencia en el cual se encuentran permanece y no hay grandes cambios”, refiere Quispe.
La mayor parte de los Sin Sección ha perdido el vínculo familiar, por lo tanto, no tiene medios para reinsertarse a la sociedad y se podría decir que “son las personas que tienen más probabilidades de reincidir”.
Adicción de por vida
El psiquiatra Málaga indica que un sujeto con enfermedad mental previa si consume droga va hacer que su cerebro se enferme más y su conducta sea más anormal, por lo que al salir de la cárcel no pueda volver a adaptarse a la sociedad y necesite del consumo para vivir. Alerta que, si no se dan las condiciones a un sujeto, más aun, cuando se lo quiere rehabilitar, habrá un efecto contrario.
—No vamos a conseguir más nunca rehabilitación de un sujeto que hace un trastorno secundario, dos trastornos secundarios, tres trastornos secundarios mentales por el entorno, por el sistema mismo que no le permite una adaptación normal, entonces estamos hablando de cosas graves, porque la adicción está ahí, pero si le agregamos factores estresores grandísimo y factores de trauma grandísimos ya lo hemos terminado enfermando, hemos terminado de matarlo mentalmente a ese sujeto, y rehabilitación no creo que haya nunca —advierte.
Probablemente Miguel tendrá que someterse a muchos exámenes médicos al salir de la cárcel. Me dice que cada día su permanencia ahí se hace insoportable. Los días cada vez son más largos. Siente que el tiempo ya no transcurre, se ha estancado. Tantos meses sin dormir a gusto, sin estirarse, le han minado la salud. Hace más de un año, cuando lo visité por primera vez, su 1.75 de estatura era imponente, ahora parece haberse achicado. Sus ojos perdieron brillo y sus hombros cayeron hacia adelante. Lo único que lo mantiene lúcido por ahora son sus planes en adelante —una vez libre—, aunque en un ambiente excepcional para observar la naturaleza humana en las condiciones de sobrevivencia más extremas.
*Miguel salió libre a fines de 2023
/FC/