La Paz, 16 de diciembre de 2023 (ANF).- Es un lugar ófrico, de aproximadamente diez metros de largo por cuatro de ancho y cuatro de alto. Un mueble metálico con unas diez hornallas ocupa la mayor parte del espacio y deja un metro a cada lado, donde más de 30 reclusos —a veces 100— chocan entre sí hasta 18 horas al día para preparar la comida para más de 3.000 privados de libertad. El ambiente no es de camaradería. Está prohibido conversar. Hay rostros serios y molestos que esconden angustia y temor. Los golpes con palos y cables son diarios, por cualquier motivo, para recordar a los internos lo que son: castigados.
A la Cocina, ubicada en la sección Palmar del penal de San Pedro, llegan quienes presentan problemas de indisciplina, los acusados de violación y los que no pueden pagar el ingreso a una sección del penal, que son la mayoría. El jefe de Cocina, cuyo mérito es ser el más antiguo, y no cocinero, se encarga de que los alimentos, no necesariamente nutritivos ni higiénicamente elaborados, salgan a la hora indicada.
Javier —nombre cambiado por seguridad— estuvo ahí tres meses, fue afortunado. Hay quienes pasan hasta un año realizando trabajos forzosos y sin ningún tipo de paga. Terminan muy mal, con la salud física y mental muy disminuida. Javier pagó 3.000 bolivianos y se fue a una sección. El que tiene dinero no entra a Cocina, sin importar la falta que haya cometido.
Las labores empiezan a las tres de la madrugada con el encendido de las hornallas para las ollas gigantes con agua para la sultana. El calor es insoportable. A las cinco un grupo sale a barrer las diferentes áreas del penal: el patio principal de la sección, los callejones, pasillos. Luego distribuyen el desayuno para toda la población penitenciaria hasta las siete de la mañana. Las actividades continúan con la preparación del almuerzo que consta de una sola comida, generalmente segundo.
Con el aumento de internos en Cocina —dice Javier— se sumó más gente para el control. Tres jefes de seguridad se encargan de escoltar a grupos de 20 a 30 reclusos para que acarreen los víveres del depósito del economato, ubicado en la puerta principal, así como cargar agua, botar basura y toda la actividad que demande la salida de los castigados de Cocina.
Al medio día reparten el almuerzo a las secciones. Los cocineros comen después, lo suficiente para mantenerse en pie. El trabajo es constante hasta las ocho de la noche, aunque a veces se prolonga hasta las diez. No hay cena.
—Es sumamente extenuante, en todo momento tienes que hacer algo, si te detienes te castigan —cuenta Javier.
El mayor peso de las actividades recae en los reclusos nuevos. La presión es tal que los internos, los que tienen, llaman a sus familiares desesperados para que les ayuden con el pago, como pasó con Javier. Su familia es de Los Yungas y se enteró una semana después de que fue apresado. Juntar el dinero le tomó tres meses.
Los castigos son constantes. Solo la “bienvenida” a Cocina implica recibir varios chicotazos en la espalda o palazos en las nalgas. Luego, el interno es destinado a trabajos como picar hasta 10 kilos de cebolla, que le dejan los ojos completamente irritados, pelar media carga de papa, lavar los trastes, y lo más temido: freír huevos.
—Freír tantos huevos en una sartén grande es complicado y peligroso, el aceite caliente salpica, varias veces me quemé el brazo, es un trabajo que nadie quiere hacer —recuerda.
Pero lo que más le desagrada —dice Javier— es la “democratización” del castigo: “por el error de uno, pagan todos”. Y el error, que en realidad es un pretexto, puede ser picar mal la cebolla, olvidarse de algún pedido, deshuesar mal el pollo. El propósito de los delegados es hacer lo más infeliz posible la estadía en el lugar para obligar a los internos a que pidan dinero a sus familiares y paguen su salida.
Jesús, otro interno entrevistado para esta crónica, recuerda que cada día en Cocina era un martirio, por los trabajos forzados y las pocas horas para dormir. Recuerda con claridad los abusos del delegado.
—El delegado siempre nos tenía entre ceja y ceja, realmente no tenía descanso, primero tenía que hacer hervir el agua para la sultana, luego a preparar los distintos alimentos para el almuerzo. ¿Te imaginas cocinar para más de 3.000 presos? ¿Eso no es vida? Y todo por no poder pagar mi deuda.
Los abusos también ocurren entre los mismos internos de Cocina. La sobrevivencia rapiña obliga a los más avezados saquear y maltratar a los reclusos nuevos, como experimentó Luis.
—Fue terrible cuando me llevaron a Cocina. Al que no paga lo mandan a Cocina y ahí te pegan, te sacan tus cosas, te roban y nadie se responsabiliza, ni los delegados, menos los policías que nunca están. Yo callado di los únicos 100 bolivianos que tenía para que no me hagan nada, uno en ese momento no sabe qué hacer.
La primera vez que visité la Cocina de San Pedro fue en 2019. Julio, un interno que conocía al encargado de entonces, me facilitó el ingreso. Era similar a cómo está ahora, solo más avejentado y siniestro: tenía una gran puerta de barrotes de fierro corroído por el tiempo y la humedad, el piso estaba erosionado por el uso continuo de agua, con un aspecto grasoso y un intenso olor a estanco. Las paredes estaban percudidas por las manchas y el tizne. Lo que más me llamó la atención fueron los cocineros flacos, de caras tristes y con ropas grandes y sucias.
En mayo de este año, la dirección de cárceles remozó la Cocina para apoyar el “proceso de reinserción social” de los internos. El ambiente fue pintado, una cerámica blanca y con motivos negros recubre las paredes del lugar. El piso fue picado y repuesto por otro, mesones de concreto rodean el armatoste de 10 hornallas, las viejas ollas metálicas rajadas fueron reemplazadas por otras nuevas y relucientes. Fue un día de fiesta y regocijo para las autoridades: pétalos de flores, cintas y globos azules y blancos adornaron el ambiente, cantaritos con chicha reventaron sobre el piso nuevo entre aplausos. Ya no será necesario tapar la puerta con cartones y bolsas de sacaña cuando ingresen los medios de comunicación. La Cocina, ahora, aunque con más luz y aspecto limpio, sigue siendo un lugar de castigo, con presos flacos y de caras tristes.
Normalmente una cocina suele ser un espacio que evoca luminosidad y sensación de confort y felicidad, incluso “la práctica de cocinar no solo alivia la mente, sino que también relaja el cuerpo, ayuda a entrar en el flujo de la actividad y alivia la tensión que puede aparecer en nuestros cuerpos cuando nos sentimos ansiosos o deprimidos”, de acuerdo a estudios psicológicos, pero en la Cocina de San Pedro se cuecen maldades y aflicciones.
De acuerdo a Ley, los privados de libertad el único derecho que pierden es el de la locomoción, pero cuando uno visita la cárcel de San Pedro solo observa vulneraciones: hacinamiento, peleas, amenazas, extorsión, enfermos, drogadictos, pocas horas de sueño, trabajo extenuante sin paga.
La Dirección de Régimen Penitenciario valida toda esta situación y llama a lugares de castigo como Cocina, Muralla o la Grulla, “espacios de reflexión”, que supuestamente sirven para persuadir al privado de libertad a “portarse bien y respetar el orden interno”.
El carcelero mayor de San Pedro, el teniente coronel Sergio Sillerico, dijo en un acto público en el recinto con motivo del Día de los Derechos Humanos que “el compañero privado de libertad no pierde su condición de ser humano por haber cometido algún delito o haber cometido algún error, siguen siendo nuestros similares y como tal tienen que ser tratados”. Palabras que más que a ironía, suenan a cinismo.
Marina Vargas, exvicepresidenta de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia, tiene la impresión de que lo que ocurre en Cocina “es una forma de tortura”, opinión que secunda la psicóloga forense Verónica Alfaro. Dice que privar del sueño a una persona constituye “una de las torturas más fuertes” y si a esto se suma el hacinamiento crítico y la presión física con golpes, “estaríamos ya hablando de realmente torturas, de tratos crueles, inhumanos y degradantes”.
Esta situación —agrega Alfaro— puede desestabilizar física y mentalmente a las personas y devenir en alteraciones hormonales como la presión alta e incluso producir una posible diabetes tipo 2.
Los cuerpos exhaustos de los reclusos se desploman cada noche sobre un cartón o frazada vieja en el piso húmedo de Cocina. Las piernas deben estar debajo del gran armatoste de fierro, sin moverse, con internos lado a lado, atiborrados por la falta de espacio. Otros duermen sobre el sumidero y aunque brote el agua no deben moverse, sino todos serán castigados. La nueva jornada iniciará en pocas horas, tiempo insuficiente para reponer energías.
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