El discurso de despedida
de Jesús en la última cena, recogido en el evangelio de Juan, ofrece valiosas
pistas para comprender mejor el inefable misterio de Dios. La religión
cristiana afirma la fe en el único Dios y por tanto es claramente monoteísta.
Sin embargo, simultáneamente Jesús se revela como el Hijo del Padre que enviará
a la Rúaj (Espíritu) para continuar el maravilloso plan de integrar la familia
humana en el seno de la Familia Trinitaria.
Ante la inminencia de su
muerte, Jesús trata de consolar a sus discípulos indicando que su partida tiene
como finalidad prepararles una morada en la casa del Padre. Habla de modo
similar al de muchos padres de familia que se arriesgan a emigrar a un país
extranjero con la esperanza de que más tarde todos los miembros de la familia
puedan reintegrarse en una mejor situación. “Volveré y os llevaré conmigo para
que donde yo esté estéis también vosotros” (Jn 14, 3). Es el gran deseo de
afianzar el amor familiar. En el fondo habla el corazón de un padre que sufrirá
la separación de sus hijos, aunque sea temporal y provisional, y anhela el
reencuentro. Pero al mismo tiempo Jesús prevé que su venida no será tan rápida
como hubiese deseado. Él mismo tiene que someterse al inescrutable plan del
Padre (Mc 13, 32).
Por eso prepara a los
apóstoles para sobrellevar un tiempo intermedio en el que deberán mantenerse
fieles a pesar de las dificultades, persecuciones y tentaciones. Jesús les
consuela indicándoles que nos les dejara huérfanos, sino que enviará a alguien
que hará justicia y condenará al maligno, defenderá a sus discípulos frente a
los peligros y amenazas, les enseñará todas las cosas necesarias para la
salvación, les santificará y les unificará en el amor. Con ello Jesús anuncia
que les enviará la Rúaj del Padre.
Clavado en la cruz en
los momentos finales de su vida, permitió que el soldado abriese con la lanza
su costado para que de su Corazón abierto brotasen la sangre y el agua,
símbolos sacramentales del Cuerpo y Alma de Cristo, con los cuales transmitió
su Rúaj como primicia a la Virgen María y al discípulo amado, elevándoles
respectivamente a la categoría de la Nueva Eva y del Nuevo Hijo, representando
a la Iglesia, la Esposa del Cordero.
La fiesta de la Divina
Misericordia viene a mostrar que Jesús al aceptar la horrenda pasión y muerte
en la cruz, no tuvo otra motivación sino su amor gratuito y misericordioso.
“Misericordia” etimológicamente significa un corazón mísero en el sentido de
tierno y sensible, contrapuesto al corazón duro de las personas egoístas que no
se conmueven ante el sufrimiento de sus semejantes. Uno de los anuncios divinos
más esperanzadores es el cambio de corazón anunciado por los profetas: “Yo les
quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11, 19; 36,
26).
Como afirma el Papa
Benedicto XVI en su primera encíclica: “En su muerte en la cruz se realiza ese
ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y
salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado
traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender […]
que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse
esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde
esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”
(12).
"La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La "mística" del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar" (13).