Portada del libro: Mamá, cuéntame otra vez (2015) de Amalia Decker
Soy de aquella generación que tenía algo menos de 20 años de edad cuando tuvo lugar la guerrilla del Che. Para muchos de nosotros la muerte del legendario guerrillero en suelo boliviano significó un sacudón de conciencia que vino a sumarse a nuestro proceso de politización y al aprendizaje sobre la realidad social y cultural del país. Como generación, era el momento de tomar partido sobre temas nacionales e internacionales. En el primer orden, no se podía ser indiferente a las dictaduras militares que desde 1964 habían tomado el poder en el país. En el segundo orden, tampoco era posible ignorar temas como la guerra en Vietnam, el aborto libre y gratuito, o la cuestión palestina (que sigue siendo de actualidad, lastimosamente, con el genocidio en Gaza).
De mi padre heredé nociones de justicia social y la preocupación por el desarrollo futuro del país, así como una aversión casi epidérmica a los militares, no sólo porque perdieron todas las guerras (pero en cambio se aplicaron en reprimir a ciudadanos inconformes y tomar por la fuerza el palacio de gobierno), sino también por su inutilidad absoluta. Una amiga de esa época me decía de ellos: “Con seis años de primaria y cuatro de gimnasia ya quieren ser presidentes”.
Era una época en la que se planteó para mi generación la elección entre “volver a las montañas” (la consigna del Ejército de Liberación Nacional-ELN), permanecer indiferentes y ajenos a la política, o elegir otras formas de resistencia y de lucha política y no necesariamente por la vía de las armas.
Unos cuantos optaron por el intento de reeditar una guerrilla, esta vez ya no en un lugar aislado del centro político del país, sino a la vuelta de la esquina, en Teoponte, a donde partieron simulando ser alfabetizadores… Mi primo Mariano Baptista Gumucio, que era ministro de Educación, los apoyó con camiones y los despidió alborozado en la plaza Murillo. Paradójicamente, presidía el gobierno el general Ovando Candia, con el gabinete de ministros más progresista que había tenido Bolivia en muchos años: Marcelo Quiroga Santa Cruz, Alberto Bailey Gutiérrez, José Ortiz Mercado, Oscar Bonifaz, José Luis Roca, Edgar Camacho Omiste, Carlos Antonio Carrasco, Eduardo Quintanilla, y mi primo Mago, entre otros. Los guerrilleros del ELN capitaneados por un personaje tan irresponsable como fanático, ni siquiera analizaron si era el “momento político” adecuado.
Perdí a amigos y conocidos en esa aventura que en muy poco tiempo culminó en desastre. Los improvisados guerrilleros, en su mayoría estudiantes universitarios (como mi amigo “Pollo” Revollo), estaban a los pocos días agotados, con los pies llagados por las botas nuevas, con el cuerpo lleno de picaduras y pústulas. La tragedia fue grotesca, ya que el entorno natural y el hambre pusieron de rodillas a la guerrilla antes de que llegaran los militares. A dos jóvenes que tomaron una lata de sardinas los fusilaron sin contemplación sus propios compañeros de armas. Néstor Paz Zamora (a quien conocí en la casa de los curas de Obrajes) murió de hambre, literalmente. El ejército tomó presos y los fusiló sin contemplaciones, y los pocos que salvaron la vida, entre ellos el “aguerrido comandante” Chato, fueron salvados por una comisión de paz en la que estuvo mi querido amigo, entonces cura de Tiwanaku, Jimmy Zalles Azín.
Todo esto me ha vuelto a la memoria al leer la novela Mamá, cuéntame otra vez (2015) de Amalia Decker, que es un relato desde adentro, por lo tanto, mucho más rico que el que podemos construir quienes no fuimos parte de la organización guerrillera que dejó fragilizada a su muerte Inti Peredo, lugarteniente del Che. Tanto para quienes vivimos de jóvenes esos años violentos, como para los jóvenes actuales (que tienen muy poca idea de nada) esta novela es fundamental para entender las motivaciones y el compromiso de una generación engañada, así como comprender mejor al país manipulado por intereses internacionales y por ambiciones de grupos de poder locales. Sería muy fácil encasillar al ELN como “error histórico”, pero no podemos olvidar que había un contexto más amplio, incluyendo los intereses de Cuba y de Estados Unidos en Bolivia.
Dependiendo del lector, uno puede leer la novela con indiferencia o con pasión, como ha sido mi caso. Pasión por las intimidades de una historia personal dramática y por la indignación de los manejos políticos que destruyeron familias y dejaron en los cuerpos y en la memoria heridas muy difíciles de restañar. El ejercicio catártico de Amalia Decker, que cuenta su propia historia a través de personajes creados por ella, nos sirve a todos como bálsamo.
Quizás el título de la novela (aunque explicado en una suerte de introito) no sea el que mejor la define, pero desde las primeras páginas el lector queda atrapado por la vibración del relato. Esta es la historia de esos fantasmas de la memoria que persiguen a toda una generación, y que durante muchos años no pueden ser siquiera nombrados, porque puede estar en riesgo, nuevamente, la propia vida. Aunque haya pasado mucho tiempo, requiere de valentía enfrentar esos fantasmas, y desnudarlos, denunciarlos sin ambages.
A estas alturas de nuestra historia (personal y nacional) ya todos sabemos que la aventura de Teoponte fue un despropósito, un absurdo, un acto criminal, un contrasentido, una cadena de errores, traiciones, imposturas… Podríamos seguir poniendo adjetivos y no terminaríamos. Los errores y horrores son innumerables, entre ellos los “ajusticiamientos” entre los propios “elenos”, ordenados por la ceguera fanática de sus dirigentes. Son hechos reales y testimonios vivos, aunque con nombres maquillados cuando los actores reales han preferido refugiarse en el silencio. Hay capítulos donde el carácter testimonial se impone sobre la ficción y los nombres que aparecen son reales, así como los eventos que se narran. Uno de ellos, revelador, es el que incluye como personaje al pintor Luis Zilveti, radicado en París. Sin embargo, no es buena idea leer esta obra como un libro de historia, tratando de reconocer detrás de los nombres ficticios a quienes han sido modelo para los personajes. Mejor leerla como lo que es, una novela, y valorarla por su calidad literaria.
La literatura puede ser catártica para un autor o autora, pero también para el lector, porque restaña heridas que siguen frescas a pesar del tiempo transcurrido. Lo que podría ser solamente un testimonio personal (y ya sería por ello valioso) es un despliegue de voces que incluye en lugar de excluir, porque incorpora en el mismo relatos experiencias y puntos de vista que se conjugan y armonizan a medida que avanza la narración: “… me puse a pensar en la cantidad de vidas que se pueden esconder en una sola” dice Camila en un momento de la obra.
La reinvención de la memoria es inevitable, porque toda memoria es de por si una recreación, tanto como la escritura de la propia historia en un ensayo. El supuesto rigor histórico nunca existe porque, como anotó con certeza Benedetto Croce, “toda la historia es historia contemporánea”, es decir, depende no solamente de quien la investiga y la describe, sino del momento en que la escribe, con los filtros del conocimiento y los valores de cada uno, incluido el lector que la descifra.
Más allá de la información que proporciona la novela sobre la guerrilla de Teoponte (información que se ha ido revelando gradualmente en el medio siglo transcurrido), lo que aquí importa es la trama de personajes que interactúan para revelarnos verdades íntimas y dolorosas que con frecuencia se esconden detrás de los titulares más llamativos. “Muchas veces me he preguntado si esta historia me pertenece” dice Camila, la protagonista que a lo largo de 481 páginas será nuestro hilo conductor. Gracias a este personaje vamos a transitar la memoria de varios otros y recorrer las cortinas detrás de las que se han refugiado, tragando sin compartir recuerdos que lastiman, incertidumbres que desequilibran y preguntas que quedaron pendientes. “A veces tengo miedo de los secretos y de sus laberintos, de la constante incertidumbre que ellos provocan”, reflexiona Camila cuando decide iniciar su pesquisa.
Aunque la voz del relato la lleva Camila, no es raro que la propia autora se exprese en momentos en que Camila no aparece en escena. Esta licencia literaria permite que Camila-narradora pueda retomar el hilo de una conversación que tuvo lugar en su ausencia, sin perder ninguna información importante para su pesquisa (p. 77-79). Es más, la investigación de Camila en hemerotecas a veces adelanta apreciaciones testimoniales como si la voz que revela fuera la de su madre, con detalles que no podrían deducirse de la información pública, pero sí de la memoria íntima (por ejemplo, la referida al Inti Peredo, p. 89).
Al igual que en otras novelas, el amor ocupa un lugar primordial en el relato de las mujeres. El amor las lleva a militar en política, el amor las acerca o aleja del país, el amor las ciega o las ilumina. Personajes masculinos como Julien, el joven boliviano adoptado en Francia, sirven como espejos para los personajes femeninos que analizan las relaciones que las llevan a actuar de una determinada manera.
Amalia Decker teje con propiedad (apropiación, si se quiere) una red de mujeres cuyos caminos están destinados a cruzarse y enredarse. Son amistades que se van recuperando luego de varias décadas o construyendo desde cero a medida que avanza la narración. Son mujeres cómplices, tanto las que compartieron partes de una misma historia segmentada, como las que descubren y reconstruyen esa historia desde un presente menos torturado, pero también desafiante, porque de nada valdría llorar sobre la sangre derramada si no existiera una reflexión crítica actual, no sólo sobre lo que sucedió durante la efervescencia guerrillera sino ahora, un presente que parece no haber aprendido las lecciones pasadas. Por ello es ineludible la comparación que se establece, en la primera parte, entre la militancia revolucionaria (motivada por ideales) en tiempos de las dictaduras militares y la violencia callejera prebendal (con ingredientes racistas y oportunistas) en tiempos del MAS, así como la descripción de la vida cotidiana en Cuba hoy, desde la mirada mixta de Camila y de su madre, Laura, en los capítulos finales del libro. La belicosidad ostentosa orquestada desde el poder nada tiene que ver con la lucha clandestina y el sacrificio de la vida medio siglo atrás (por muy equivocados que estuvieran).
Los capítulos sobre Cuba narrados a través de Amarilis o por la propia Camila cuando visita la isla en busca de otras respuestas, constituyen apuntes muy certeros sobre las penurias de la vida cotidiana en Cuba, sin caer en ningún momento en la caricatura típica de los anticomunistas rabiosos (que nunca han estado allí), sino siempre calibrando a las personas y las relaciones humanas, la cultura de sobrevivencia de un pueblo que ha sabido “resolver” los desatinos de sus gobernantes y las situaciones angustiosas de carencia de comida y de libertades. Esa intuitiva percepción de Cuba es obviamente de alguien (la propia autora) que ha estado allí lo suficiente como para mostrar respeto hacia un pueblo y admiración por la manera en que los cubanos han vadeado las dificultades sin perder el humor y su natural talento para el baile y para la música. A través de Camila se refleja muy bien la paradoja de un pueblo acorralado entre discursos y promesas incumplidas, y su voluntad de sobrevivir con dignidad.
El autor es escritor y cineasta
@AlfonsoGumucio