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Opinión

Un roble llamado Filemón

5 de Junio, 2020
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GABRIELA CANEDO
“Cuando los grandes árboles caen, las rocas en distantes colinas tiemblan, los leones se agachan detrás de los altos pastos e incluso los elefantes buscan con torpeza estar a resguardo. Cuando los grandes árboles caen, en los bosques, las pequeñas cosas se tapan de silencio, sus sentidos quedan desgastados más allá del miedo” esta estrofa de la poeta Maya Angelou, llegó a la familia un 6 de junio de 2017, el día que nuestro querido Filipo murió. Cual roble que caía después de una intensa vida, de haber dado cobijo a aves y animales, sombra con su follaje, después de haber emanado oxígeno y vitalidad a los demás, se fue nuestro papá. Esposo, padre y abuelo cariñoso, valoró tener una familia grande. Filipo, como lo conocían los amigos, fue un dirigente íntegro y político ético, en definitiva, un ser humano ejemplar. Generoso y desprendido a raíz de una vida difícil que le tocó desde niño, la que le enseñó a valorar y compartir lo que tuvo.

Se dice que solo trayendo a la memoria a una persona querida, evitamos que ésta desaparezca por completo; es así que su personalidad propia de un vendaval aún habita la casa. Consecuencia, solidaridad y honestidad, son las tres palabras que definieron su vida. Actuó como pensaba e incluso en las situaciones más difíciles optó por el camino correcto, aunque sea espinoso e implicara el insulto y repudio de quienes incomodaba. La coherencia entre su pensamiento y acción, la lucha por lograr aquello en lo que creía, dieron sentido a su vida hasta su ocaso. 

Uno de los episodios más dramáticos que le tocó vivir, fue la “Marcha por la vida” en 1986, protagonizada por los mineros, y encabezada por Simón Reyes y él contra la relocalización. El instante decisivo fue cuando las fuerzas armadas cercaron la marcha en Calamarca y estaban dispuestas a disparar a quemarropa contra los marchistas. Como correspondía a todo dirigente, Filemón y Simón estaban en primera fila, y les tocó asumir la decisión de que la marcha regrese a los centros mineros. De esa forma se evitó un baño de sangre, aunque esto les supuso la censura de parte de las bases. Como él recordaba dicho  episodio “la situación nuestra (de la dirigencia) era dramática, hay un momento en que en tus manos está la vida de la gente, y decidimos replegarnos, (…) por supuesto que la gente luego nos escupió, pero no había posibilidad de romper el cerco a costa de cientos de mineros muertos, ese fue el drama que nosotros vivimos”.

Consecuente hasta sus últimos días, sin pelos en la lengua, fue irreverente ante el poder abusivo e impostor, de botas o de ojotas con todas las consecuencias que esto implicó: cárcel, exilio, persecución y calumnias. 

Solidario y humano a ultranza, no de alharaca ni pose, sino reflejado en gestos cotidianos, aquellos que realmente muestran la esencia de la persona. Amante de sus perros, para quienes cocinaba sagradamente a diario. Honesto y fiel a sus ideales, luchando por una mayor justicia social, se alejó de la línea de que la revolución se la hace con el fusil. Autodidacta tenaz, leyó y pregonó la teoría de la “complementariedad de los opuestos” entre blancos e indios, como posibilidad de país. Podían o no haber estado de acuerdo con él y sus ideas; pero si hay algo irreprochable es su integridad e incorruptibilidad. Siguió el camino de los principios –tan menguado hoy en día- que en definitiva dan temple y carácter a la persona. Hace ya tres años, una gran alma partió, “Y cuando las grandes almas mueren, después de un tiempo la paz florece, lentamente y siempre con irregularidad. Los espacios se llenan con una especie de confortante vibración eléctrica. Nuestros sentidos, restaurados, nunca los mismos otra vez, nos susurran. Existieron. Ellos existieron. Podemos ser. Ser y ser mejores.  Porque ellos existieron”. (Maya Angelou).

Gabriela Canedo V. es socióloga y antropóloga.

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