La Paz, 11 de diciembre de 2024 (ANF).- En Bolivia, el espectro de los regímenes militares sigue acechando, impregnado en estructuras institucionales que no han sido completamente desarticuladas. Según Emma Bravo, directora ejecutiva del Instituto de Terapia e Investigación (ITEI), el modelo represivo, las técnicas de coerción y los propios actores de aquellos tiempos permanecen activos, en parte porque la sociedad boliviana no ha logrado cuestionar y deslegitimar ciertos valores promovidos por las Fuerzas Armadas. Este fenómeno perpetúa una ética que respalda hechos criminales en nombre de la seguridad nacional.
La activista señala que la voluntad política de las autoridades juega un papel crucial en esta problemática. Las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Policía y las Fuerzas Armadas no son únicamente el resultado de acciones aisladas, sino de “decisiones políticas que permiten, e incluso institucionalizan, la tortura”. A menudo, estas acciones se justifican bajo la necesidad de mantener el orden público, dejando un amplio margen de impunidad, dijo Bravo en la mesa redonda “Juntos contra la Tortura por una Ley Integral”, realizada en julio de este año, pero que recién se dio a conocer en forma de documento este mes.
De la mesa redonda, que se realizó en el Salón de Honor de la Asamblea Legislativa Plurinacional, participaron varias autoridades y activistas, entre las que destacan Juan Luis Ledezma, Coordinador del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura; Carlos Alberto Zárate, responsable de incidencia de la Comunidad de Derechos Humanos; María Lucy Rodríguez, Secretaria General de la Sociedad de Ciencias Forenses.
La falta de control sobre las fuerzas del orden público es otro factor determinante. En algunos casos, refiere Bravo, los gobiernos dependen tanto de estas instituciones que se ven incapaces de imponer reglas de conducta efectivas. Esto permite que los abusos contra la población continúen, alimentando un círculo vicioso de violencia y represión.
El sistema judicial también contribuye a perpetuar estas prácticas. La importancia dada a confesiones obtenidas bajo tortura y la falta de acción por parte de jueces y fiscales para investigar estas denuncias, agrega, “refuerzan un ambiente de invisibilización y banalización de la tortura”. “Este marco legal, que debería proteger a los ciudadanos, termina siendo cómplice de las violaciones a los derechos humanos”.
Por otro lado, la sociedad civil enfrenta dilemas. Muchas veces, señala, las preocupaciones por la seguridad se anteponen al respeto por los derechos humanos, lo que legitima indirectamente la violencia estatal. Ejemplos de ello, agrega, se observaron durante los conflictos de 2019, cuando una parte de la población aplaudía las acciones represivas y exigía “mano dura”.
En este contexto, agrega, el silencio se convierte en un aliado de la impunidad. Las autoridades callan sobre la ocurrencia de la tortura; los perpetradores guardan silencio como estrategia para sembrar el terror; las víctimas, paralizadas por el miedo, no denuncian, y los sobrevivientes muchas veces no encuentran las palabras para expresar el horror vivido.
Además, refiere la activista, existe un pacto de silencio que beneficia a quienes obtienen provecho de estas prácticas. Este fenómeno no solo afecta a los individuos directamente involucrados, sino que también impacta a la sociedad en su conjunto, perpetuando un ciclo de violencia y miedo difícil de romper.
La omisión de las autoridades transicionales, que busca evitar confrontar un pasado doloroso, “agrava aún más la situación”. En lugar de promover investigaciones que expongan las raíces del problema, optan por eludir responsabilidades y cerrar capítulos inconclusos.
A pesar de los esfuerzos de diversas organizaciones de derechos humanos para visibilizar estas problemáticas, el desafío sigue siendo enorme. La tortura, como herramienta de control y represión, no desaparecerá mientras las instituciones que la sustentan permanezcan intactas.
Bolivia enfrenta una deuda histórica: erradicar las prácticas de tortura y reconstruir un sistema que priorice la dignidad y los derechos humanos. La lucha contra la impunidad y el silencio será clave para lograr una transformación real y duradera.
La aprobación de una Ley Integral contra la Tortura, en discusión actualmente, representa una esperanza para cambiar esta realidad. Sin embargo, su implementación efectiva requerirá un compromiso conjunto entre la sociedad civil, el Estado y las víctimas, quienes tienen derecho a justicia y reparación, señalan los activistas.
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