Hace un par de meses mi padre partió al wiñaypacha, allí donde están los ancestros y quienes nos antecedieron, tres palabras resumieron su vida en este mundo: trabajo, honor y dignidad. Su épico recorrido en vida no es un hecho aislado, sino el carácter de una generación silenciosa que durante la segunda mitad del siglo XX forjó gran parte de la realidad boliviana que se vive en la actualidad.
Si bien hoy priman lecturas mediáticas del contexto anquilosadas en sesgos políticos y elitistas, estos no pueden soslayar proceso de larga data los cuales trascienden la coyuntura y se reflejan en la dinamicidad de la sociedad misma, en este caso, de los sectores mayoritarios categorizados como “populares” e “indígenas”. La suma de historias particulares es tal que no se puede negar que forman parte de un proceso histórico que no es virtud de un partido político o caudillo mesiánico, incluso no es virtud del Estado mismo.
Este proceso histórico tiene tal magnitud que tiene sentido relacionarlo a un concepto de trascendencia, como es el Pachakuti, no con una mirada imbuida en preferencias política-ideológicas, las que condicionan los hechos según las expectativas subjetivas, tampoco en reduccionismo interpretativos que se afinca en el mito del cambio abrupto cuasi revolucionario. El Kuti, el retorno, no debería ser interpretado en la literalidad nostálgica, sino en otras posibilidades que se expresan en hechos sociales evidentes.
El Packakuti es un proceso, concretamente un proceso de transformación, no necesariamente una regresión ni una proyección circunscrita en una futuridad lineal. Si bien se interpreta como un Pachakuti el colapso del mundo prehispánico y la imposición de la modernidad occidental, este cambio no fue abrupto sino paulatino, incluso no llegó a consolidarse a plenitud hasta la actualidad. El retorno, es un retorno a expectativas relacionadas a las condiciones de vida, no un retorno a formas de vida pasadas, ya que éstas están sujetas a un contexto mayor siempre cambiante.
El Pachakuti -en el caso boliviano- se inició en la segunda mitad del siglo XX como consecuencia indirecta de la revolución del 52, pero que no necesariamente está ligado a los cambios políticos del país ni a la planificación y acciones estatales. Sus expresiones primigenias fueron -y son- la migración interna y rápida urbanización, así como la expansión del régimen económico “informal”. Con tales condiciones, este proceso es un proceso que está circunscrito fuera de la esfera estatal y por ende su continuidad no necesariamente responde a los tiempos políticos.
El escenario de esta transformación fue adverso en muchos sentidos. El racismo estructural, la ineficiencia de las políticas estatales, las continuas crisis económicas, la exclusión, la precariedad urbana con sus efectos en la salud y educación, la inestabilidad política, fueron -entre otros- factores que debieron ser superados y sobrellevados, formando un carácter social resiliente en grandes segmentos de la población, los cuales emprendieron el viaje a las ciudades capitales e intermedias.
Como proceso, un efecto es el cambio en las condiciones de vida a raíz de la migración, en unos casos el total desarraigo de la tierra, en otros una vigorosa multilocalidad. Los vínculos con la urbanidad trajeron consigo la inserción obligada en la economía de mercado pericapitalista, expresada en las formas de producción y acumulación “informales”, éstas, arraigadas en sus inicios en mecanismos de sobrevivencia comunitarias y familiares, para luego transformarse en emprendimientos económicos pequeños y sofisticados, pero efectivos.
La memoria de la precariedad rural y el abandono estatal -padecidos de forma directa por los migrantes de esta generación- fue el motor para la formación de una subjetividad social encaminada hacia el ascenso social en términos contextuales, es decir, el trabajo cuentapropista como mecanismo de sobrevivencia y posterior acumulación, el reconocimiento de la educación formal como un factor imprescindible para el devenir de las nuevas generaciones y, por último, una permeabilidad cultural que adaptó tecnologías sociales ante los nuevos escenarios con la consiguiente producción de nuevos imaginarios colectivos.
Hechos positivos concretos de este Pachakuti, son la reducción de la pobreza extrema y la vigente movilidad social, ambos elementos desarrollados de forma independiente a las coyunturas políticas. Las transformaciones son notorias, comparativamente la Bolivia de mitad de siglo XX es diferente a la actual, ello implica que fueron diferentes los resultados del intento de “modernización” estatal con los de la “automodernización popular”. Las transformaciones sociales y culturales también están a la par, caracterizadas por la pervivencia de un tronco cultural ancestral vigoroso, dinámico y permeable. Un escenario así hubiera sido difícil de preveer hace un siglo.
¿Qué retorno implicaría este Pachakuti? No necesariamente uno culturalista, menos aún un retorno al “poder indio” más afincado en posiciones políticas, sino uno centrado en la calidad de vida que se tuvo en algún momento del pasado. Precisamente, fue en el Estado de Tiwanaku donde posiblemente la calidad de vida fue de las más altas, tanto que en regiones lejanas bajo su influencia, como Atacama, la población gozaba de condiciones de vida que se expresaban en una mayor estatura, mejor nutrición y huesos más fuertes (según investigaciones de Costa, Alves y Hubbe). Entonces el kuti -retorno- es cuestión de consecución de derechos y desarrollo humano… ¿no demuestra ello la vitalidad popular vigente?
El Pachakuti actual no se refiere -en su significación- a una ruptura y cambio en el poder estatal, sino, implica un proceso histórico de transformación de las condiciones de vida de la población, ello se desarrolla de forma autónoma desde abajo. En este proceso -desde el siglo XX- han intervenido millones de personas con su sacrificio y esfuerzo propio, en su inmensa mayoría migrantes del campo, cuyo desvelo y trabajo ha mejorado -en distinta medida- su propia calidad de vida y las perspectivas de las nuevas generaciones… desconocer ese sacrificio es desconocer la historia de una Bolivia mayoritaria.
En ese sentido, es necesario una expresión de gratitud profunda a ese pueblo voluntarioso, en el que se desenvolvió mi padre, quien con épico esfuerzo me brindó las posibilidades y oportunidades que él nunca tuvo y cuyo ajayu ahora me brinda qamasa desde el wiñaypacha.
Guido Alejo es arquitecto y analista