En 1892 los ayllus de Sabaya expresaron sus imaginarios sociales y territoriales a través de pinturas murales en el Baptisterio de la iglesia de la región, las cuales expresaban no solo escenas cotidianas sino también ideales abstractos que -en un contexto postguerra del Pacífico- demuestran una adscripción a la Bolivianidad así como la apertura a la “modernidad”.
Ximena Medinacelli en su artículo “La guerra de pacífico y los ayllus: Una lectura de la pintura mural del Baptisterio de Sabaya”, describe las múltiples escenas pintadas por los artistas aymaras, llamando la atención dos aspectos importantes:
· Los paisajes urbanos adaptadas al territorio, uno de los cuales muestra la presencia del ferrocarril.
· Un puerto marítimo con la presencia de varias banderas bolivianas, así como una franja tricolor que atraviesa horizontalmente todo el conjunto mural.
Medinaceli concluye: "(…) a pesar de las distancias geográficas, sociales y culturales, los ayllus de Sabaya compartían la expresión máxima de la concepción nacional criolla que se manifestaba en la profunda esperanza en el progreso que iba de la mano con los ferrocarriles”; además “(…) la presentación de símbolos nacionales va en una dirección similar: su objetivo es reiterar su pertenencia a Bolivia (…)”. Tales afirmaciones implican que el “indígena antimoderno y que no se sentía boliviano” es más una construcción sesgada que un antecedente real, al menos en este caso concreto.
No es extraño que unos años más tarde (1899) en la Proclama de Caracollo, Pablo Zárate Willka abogue por la “regeneración de Bolivia” e indique que “blancos” e “indígenas” “somos de una misma sangre i hijos de Bolivia y deben quererse como entre hermanos i como indianos”, lo que implica que en determinados contextos el ideal de construcción de “nación” -planteado desde lo “indígena”- trasciende diferencias basadas en la idea de lo racial, incluso decenios anteriores al nacionalismo boliviano planteado desde las élites políticas.
De forma paralela al proyecto nacionalista de “modernización estatal”, lo “indígena”, especialmente en tierras altas, se reinventa en el resto del siglo XX, amoldándose a los contextos adversos y logrando recrearse en la acelerada urbanización del país. La mayoría del país hallan en la informalidad un espacio donde poder desenvolverse ante la poca efectividad estatal en cuanto a planificación económica y territorial. El “qamiri” y sus manifestaciones cobran mayor notoriedad, cambiando paulatinamente la imagen urbana y la esencia simbólica de las urbes. El comercio en las calles y las entradas folklóricas forman parte del paisaje citadino, mientras la academia intenta interpretar éste fenómeno como la emergencia de una “Burguesía chola”, “popular” e “indígena”.
100 años después de finalizados los murales en el Baptisterio de Sabaya, en las laderas de La Paz y especialmente en El Alto -el principal laboratorio de las reconfiguraciones sociales, económicas y estéticas contemporáneas- se hace más notoria la nueva imagen urbana que Influirá en otras regiones del país. La arquitectura será la expresión de la movilidad social vigente, con una estética y funcionalidad más diversificada. Desde la obra de Miguel Prieto, hasta Freddy Mamani y Santos Churata, las “recientes” expresiones arquitectónicas se desenvuelven entre lo geométrico, lo ecléctico historicista, lo andino, lo futurista transformer y lo minimalista policromo. En medio de críticas y la condescendencia su expansión continúa y no conoce de límites, muestra de una sociedad abierta a las influencias externas pero cuyas adaptaciones se enfocan a imaginarios propios.
Ya en pleno siglo XXI, mientras -en medio de la informalidad- los talleres artesanales y el comercio conectado con el Asia continúan su desenvolvimiento, jóvenes aymaras se aventuran en el mundo de la robótica de forma autodidacta y sin apoyo institucional. Desde el brazo hidráulico de Esmeralda Quispe y Erika Mamani en Ancoraimes, hasta las prótesis de Roly Mamani en Achocalla, la nueva generación está al tanto de los avances tecnológicos, pese a las limitaciones logísticas.
Toda la dinámica descrita -con sus luces y sombras- implica una apertura y desenvolvimiento contemporáneo de gran parte de la población boliviana que, a menudo, es catalogada por analistas como “premoderna” o “antimoderna”. Lo cierto es que ésta dinámica podría circunscribirse en las “modernidades múltiples” que implican una adaptación paulatina de sociedades no occidentales a los fenómenos del mundo contemporáneo sin que esto implique la ruptura con la tradición. En este sentido, la construcción de una “modernidad propia” no implica la adopción mecánica y ortodoxa del capitalismo, el liberalismo o incluso algunas facetas del posmodernismo occidental, sino apropiaciones utilitarias que posibiliten una reinvención y proyección constante.
Los imaginarios sobre la “modernidad” son múltiples y constantes. Como indica Castoriadis, los imaginarios responden a la representación de un mundo con sentido en el que la sociedad ocupa un lugar determinado, el cual es una creación de su propio impulso. Este mundo no es una creación intelectual, sino forma parte de una subjetividad socializada que incluso puede contradecir narrativas que, en el caso boliviano suelen estar ancladas -en los círculos académicos- en la crítica decolonial. La dinámica social seguirá su curso, independientemente de lo que suceda en el Estado o se reflexione desde la intelectualidad.
En el aspecto político concreto, tanto los murales del baptisterio de Sabaya como la Proclama de Caracollo no contradicen planteamientos históricos como la “Agenda de octubre” de 2003, es decir, en la adscripción de la Bolivia emergente a una bolivianidad y la voluntad de construcción de país, esto es una constante que a menudo es soslayada por narrativas que atribuyen a este gran segmento de población de un supuesto etnonacionalismo inherente en el ámbito rural y periurbano o un reduccionismo regional inconexo y antiestatal.
Es posible que la plurinacionalidad misma no marque un horizonte definitivo en la Bolivia emergente, ya que la migración interna, la urbanización, los nuevos imaginarios, el mercado interno, la multilocalidad, los lazos de parentesco y otros fenómenos hacen que paulatinamente grandes segmentos de la población -en diversas regiones- tengan afinidades culturales y una adscripción cívica que no necesariamente se ve reflejada en la narrativa y acción estatal, esto conlleva a la construcción del imaginario de Nación desde abajo.
La Bolivia emergente no está en un afán de “posmodernización” como ocurre en algunas capas urbanas, sino en una manifiesta modernización no ortodoxa, no es una “modernización” a secas, sino a una con características que pueden catalogarse como “bolivianas”, por su carácter social, cultural y perspectiva histórica. Esta forma de encarar el devenir pone en la palestra escenarios más complejos, en que incluso, previa reflexión política, pueden superarse posturas interpretativas de la actualidad más allá de lo “nacional popular”.
En este marco ¿qué acciones realiza el Estado para “encauzar” o “guiar” éstos procesos? Desde el Plan Bohan del siglo XX el proyecto “modernizador” se quedó a medias. Hoy Bolivia tiene un contexto complejo con sus contradicciones, crecientes asimetrías regionales, envejecimiento acelerado de la población en regiones expulsoras, desperdicio del “bono demográfico”, continuidad del Estado rentista, ausencia de planificación según una visión de país concreta, prevalencia de regionalismos, racismo y patrimonialismo. Contexto poco halagüeño, que sólo podrá ser superado cuando se construya sincronía entre las proyecciones sociales y las acciones estatales, tarea pendiente por ahora.
Guido Alejo es arquitecto y analista.