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Opinión

Los tiempos y la crisis económica

4 de Mayo, 2025
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En Bolivia, la economía ha demostrado tener una paciencia digna de un lama tibetano para incubar su crisis, y una prisa de un cóndor en picada para desatarla. Durante años vimos cómo se cocinaba el desastre con todos los ingredientes clásicos: populismo fiscal, adicción al gas y una fe ciega en que los precios internacionales siempre nos amarían. Pero como toda receta mal sazonada, lo que salió del horno fue más un pastel de ruina que un souffle de prosperidad económica que se había prometido.

Y es que, como bien saben los economistas aburridos y los cocineros del desastre: las crisis tardan en desarrollarse, pero una vez que comienzan, se aceleran como trufi sin frenos bajando una calle empinada.  A esto sumémosle una segunda perla de sabiduría económica, que nuestros gobernantes han tratado con desdén: cuanto más se tarda en hacer ajustes, más duele después. Y vaya que estamos sintiendo el remezón ahora.

Todo comenzó en los años dorados (2006 – 2014), donde el gas natural brotaba y los billetes también. Como adolescentes con tarjeta de crédito ajena, derrochamos en todo: bonos, burocracia, canchas, teleféricos, satélites, proyectos mamuts y hasta un museo/culto a la personalidad que nunca supieron de ciclos fiscales.

Pero en 2014, el romance con los precios internacionales se rompió. Bolivia, que había vivido de exportar gas natural y presumir reservas internacionales del Banco Central de Bolivia, comenzó a sentir el bajón. Las exportaciones se cayeron, las reservas se gastaron a mansalva, y la deuda pública creció.

¿Y qué hicimos? Nada estructural. Se gastó fortunas en una industrialización que camina con pies de plomo y, cuando la crisis se desató, solo pusimos curitas: controles de precios, deuda con intereses altos y subsidios ciegos que comenzaron a beneficiar a los nuevos ricos, como los cooperativistas mineros.. Todo esto para mantener un tipo de cambio tan ficticio como promesa de Miss Universo: 6,96 Bs por dólar, mientras en el mercado paralelo ya lo vendían como pan caliente a 10, 12 y 15 Bs.

De tanto evitar el quirófano, la enfermedad económica se complicó. Las reservas  internacionales del BCB se desplomaron y apareció el temido “dólar negro”.

Mientras tanto, importamos diésel y gasolina como quien compra agua en el desierto: caro y sin lógica. El país, que alguna vez exportaba gas con aires de grandeza, ahora hace fila para importar hidrocarburos desesperación.

La inflación—ese viejo enemigo del poder adquisitivo—volvió a casa. Pero esta vez no con la sutileza de los años 90, sino con el estruendo de una comparsa desorganizada como en los años 80. El salario mínimo sube, pero los precios suben más. Y los productos desaparecen como ministro ante interpelación: azúcar, harina, pollo… ¿alguien ha visto carme últimamente a precio razonable?

Aun así, el gobierno prefiere seguir repartiendo sonrisas y salarios nominalesantes que asumir la dolorosa pero inevitable cirugía económica. "Todo está bajo control", dicen, mientras la inflación baila caporal y el dólar escala las montañas mas altas.  

Aquí va lo que duele: si hubiéramos hecho los ajustes en 2019 o incluso en 2021, todo habría sido más gradual, más digerible, como esas dietas que no te matan de hambre. Pero no, preferimos seguir comiendo pastelitos de deuda y empanadas de subsidios, hasta que ahora el tratamiento ya no es un jarabe... es una amputación. Como alguna vez dijo Hyman Minsky: “La crisis tarda en llegar, pero cuando llega, se acelera muy rápidamente”.

Aquí es donde entra la segunda lección de la tragedia boliviana: cuanto más se demora un país en ajustar su economía, más doloroso es el tratamiento. Si se hubiera hecho en 2019, el ajuste cambiario habría sido gradual. Ahora, cualquier movimiento será brusco, impopular y probablemente traumático. Pero ya no hay más margen para anestesia.

La deuda es más difícil de refinanciar. Los acreedores miran con desconfianza. La inflación golpea con fuerza. Y la confianza empresarial, ese animalito tímido, se ha escondido quién sabe dónde. Lo que antes podía resolverse con cirugía ambulatoria, ahora requiere una operación a corazón abierto.

¿Hay salida? Sí, pero ya no es la autopista. Es un camino estrecho y complicado, cuesta arriba y llena de piedras. Implica recortar gastos improductivos, liberar el tipo de cambio, reordenar las cuentas públicas, racionalizar los subsidios y, por qué no, sentarse con los organismos internacionales sin el complejo de Adán. Además, hay que reactivar la producción real, apostando por la educación, el agro, y el turismo, pero sobre todo hay que cambiar no solo el modelo económico, sino el patrón de desarrollo. Es decir, que la riqueza que creemos se haga en base al capital humano. 

En resumen, Bolivia está pagando el precio de su procrastinación económica. Lo que pudo ser una corrección moderada se ha convertido en una crisis multisectorial. Y como suele pasar en estos casos, los que menos culpa tienen serán los más golpeados. Pero ya no se trata de elegir entre ajuste o no ajuste. La única elección que queda es entre hacerlo ahora, con todo el dolor que implique, o esperar un poco más… y hacerlo cuando ya no haya qué ajustar, solo qué lamentar. Esta es la tarea del próximo gobierno, independientemente de su color ideológico.

Bolivia está hoy donde está no por mala suerte, ni por conspiraciones galácticas, sino por algo mucho más humano: la terquedad de no hacer a tiempo lo que había que hacer. Preferimos mirar para otro lado, patear la lata, postergar lo inevitable. Pero las crisis no esperan eternamente. Y cuando llegan, no tocan la puerta: la patean.

Así que aquí estamos, intentando curar una gangrena con ibuprofeno. Tal vez aún estemos a tiempo de evitar lo peor. Pero si seguimos esperando, quizás terminemos escribiendo este artículo desde una fila para comprar arroz… con libreta de racionamiento.

El autor es economista