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Opinión

La vida en llamas

4 de Septiembre, 2019
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ELIZABETH PEREDO BELTRÁN
Hoy inunda la rabia, el dolor y la desolación. La Amazonía se quema, el bosque Chiquitano está herido de muerte y bajo el fuego se queman también una parte de nuestras esperanzas para Bolivia y el mundo. 

No se si estos sentimientos se puedan transformar en algo mejor. Por el momento solo duele y produce una amargura líquida que brota por los ojos aunque no se quiera. Este sentimiento se junta como río amargo al malestar cotidiano de respirar un aire envenenado de las ciudades, de tomar agua insegura y frágil, del riesgo de comer alimentos contaminados con químicos …, esa noción de vulnerabilidad que parece acompañarnos cada vez más y que se suma al horror de los crímenes contra las mujeres, la trata de niños y niñas, de ver que la violencia y la ideología machista van ganando terreno, de ver el teatro surrealista y cínico de los políticos pendiendo como una estaca del absurdo sobre nuestras cabezas. De sentirnos cada vez más presa de decisiones ignorantes, estúpidas y arbitrarias sobre nuestras vidas y la de los seres que amamos. 

Nos hemos convertido en víctimas de un poder que se impone a fuerza de decretazos y de chistes machistas grotescos; que nos envuelve con discursos reivindicativos de una nación que ya no existe más, porque se ha fundido con la cultura del gran capital, con su deseo de poder absoluto, con su ideal de crecimiento infinito, con sus ansias de modernidad ególatra y falocéntrica y que transpira una subjetividad inundada de ignorancia, ambición e impostura.  Un poder que diseña los paisajes de despojo en la comodidad de un sillón mullido y en vuelos caros en helicópteros de uso privado.  Una realidad “producida” en la modorra de esa vida desacoplada de la vida. Porque la ignorancia y el poder del capital es obsceno y en su deseo ordena el disciplinamiento y el control sobre los cuerpos, “sobre todos los cuerpos”, como dice Eliane Brum, los de las mujeres, de los hombres, de los niños, de los ríos, de las aguas, de las selvas, de sus animales, de la tierra.

Quisiera creer que la rabia y el dolor son hoy una pequeña esperanza porque nacieron de la empatía con esa territorialidad extendida y dolorosa que nos llega desde la Chiquitanía. Miles de animales calcinados, miles de personas afectadas, millones de árboles consumidos. Casi un millón de hectáreas hechas ceniza. Nuestra Casa Grande en llamas.

La destrucción sin remedio del bosque por causa de la deforestación nos condena a una muerte lenta por si no lo saben quienes nos llevaron a esta situación límite. El bosque, el Gran Chaco Chiquitano y la Amazonía es una fuente de vida porque asegura los ciclos de la biodiversidad, del agua, de la purificación del aire enrarecido del planeta. El Amazonas es una fuente generosa y mágica de agua y humedad para el continente porque sus árboles la producen en forma de vapor en nubes que vuelan hacia otras regiones con el viento llevando lluvia, ternura y vida a la tierra.  Antonio Nobre, científico apasionado del Amazonas, afirmaba hace un tiempo que estas “nubes voladoras” producto de la magia y generosidad de los árboles podrían estar en peligro por efecto de la deforestación y que este gran pulmón de aire y vitalidad podría comenzar un proceso de autodestrucción irreversible si el tamaño de la deforestación pasaría de cierto límite. 

Ese don de la tierra -invisible como los pueblos indígenas que cuidan y protegen el bosque, invisible como el trabajo de las mujeres para cuidar la vida, invisible como la fuerza y el valor de la gente para colaborar y apagar el fuego- ha sido destruido. Las decisiones de Morales y García Linera, en el caso boliviano, han conducido a una depredación del territorio y del tejido social inéditas. Sus apuestas por el etanol, su permisividad con los transgénicos y la consecuente expansión de sus cultivos, su estímulo a la ganadería a gran escala para la exportación de carne a la China, sus leyes y decretos para ampliar frontera agrícola para pequeños productores y colonos, sus políticas para ampliar la frontera gasífera y petrolera en la selva y hasta incluso considerar el fracking como alternativa y, como corolario, la aprobación de la Ley 741 y el Decreto 3973 que autorizó las “quemas controladas” han sido acciones críticas que en su dinámica han conducido al desastre. 

Nunca antes como ahora hemos vivido tanta violencia contra la Naturaleza. Y sus gestores no son conscientes de ello. Es ahí donde reside el mayor peligro: en la ignorancia del daño y destrucción producidos por una acción propia; en la falta de límites alojada en la cultura de la impunidad que sostiene a la burocracia del Estado Plurinacional, aquello que Hannah Arendt llamaría la “banalidad del mal”.

Hemos estado viviendo adormecidos: “algo nos pasa” dice la gente “ya no reaccionamos”; “antes un solo grito detenía a los impostores, iniciaba la rebelión”. Hoy nos superan los mecanismos de un poder que crece impune con los altavoces de la parafernalia populista. Después de que ya casi todo está destruido, y el fuego continúa asediando los territorios, los principales responsables de esta tragedia elaboran una postverdad al estilo Hollywood para reacomodar las fichas de su tablero. Antes que el fuego, la espectacularidad del Supertanker llegando salvador a la pequeña aldea se convierte en el protagonista principal. El “cambio climático” empieza a bailar en la boca de los negacionistas y no tendrá consecuencia alguna. 

Pero la historia puede ser implacable y Morales será recordado desde hoy y para siempre como el mayor depredador indígena de la Amazonía y el Chaco. Esta tragedia provocada por la ambición política y económica autoreferencial y autoritaria tiene que ser documentada, explicada a las siguientes generaciones. Porque es una política sobre los cuerpos que reproduce el poder patriarcal y ecocida por todo lado y Bolivia no ha sido la excepción. La destrucción de la Amazonía es el resultado de la alianza del patriarcado autoritario y violento con el gran capital que demanda vida para erigir sus castillos de plástico. Tiene que ser nombrada para aprender que lo poco que quede se debe CUIDAR, restaurar, proteger. Para saber que lo que cuenta no es el intelecto impostor que maquilla la injusticia y la destrucción con palabras como las de García Linera, sino la conciencia de los límites, de saber que el fuego quema, que la falta de agua mata, que el machismo denigra, que la violencia destruye, que la ambición y el cálculo político corrompen, que el exceso de tiempo en el poder es malsano y puede llegar a ser criminal. 

Necesitamos límites, nos dice la teóloga ecofeminista brasileña Ivone Guebara, y creo que la conciencia de estos límites tiene que ser construida con amor, pero también con rebeldía y desobediencia, con la fuerza de la indignación que nace de un “ethos” del cuidado de la vida, hoy ausente en los gobiernos de nuestra América. No sé si aún estemos a tiempo.

Tal vez la única esperanza está en nuestros cuerpos que tienen la cualidad de la memoria, del movimiento, de la interconexión autoreflexiva y relacional. Hoy la única rebelión posible es la del cuerpo en conexión con la naturaleza,  una alianza con las otras especies y los seres que nacieron junto a los humanos y se convirtieron en cautivos de la racionalidad capitalista patriarcal y ecocida. Nuestros cuerpos tienen sentimientos y pueden transformarlos desde la sensación de opresión e inmovilidad a que conduce el miedo a la sensación de rebeldía y búsqueda de nuevos horizontes desde la tierra. Desde esa tierra dulce que, aún quemada y dañada de muerte, arropa los cuerpos de los árboles y animales sacrificados; y contiene las cenizas que –en el dolor profundo de nuestro ser- están moviendo una conexión vital en nuestras aguas internas: la de la mente, los sentimientos y el corazón.

Algo que, por supuesto, no entenderán nunca los jerarcas del despojo.

Elizabeth Peredo Beltrán

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