Muchos discursos políticos remarcan el carácter “rebelde, valiente y luchador” del alteño, aptitud elocuente a principios de siglo, en el que El Alto escribió grandes gestas en pro de los cambios que se demandaban en nuestro país, sin embargo, para una ciudad que se ha consolidado como referente político y necesita asumir roles de liderazgo, tales discursos son insuficientes y pueden acabar siendo contraproducentes.
Octubre de 2003 marcó un segundo momento constitutivo de la ciudad de El Alto (el primero fue su fundación), ya que marcó el punto de inflexión de un movimiento histórico que ha cambiado la fisonomía de nuestro país, además las movilizaciones llevaban de forma inherente una agenda que -al margen de su cumplimiento- marcó un derrotero claro en el sentido del impulso de una ciudad que quería alcanzar mejores condiciones de vida y proyectarse al futuro.
Lastimosamente, en el periodo post 2003 -los últimos 17 años- la ciudad no ha logrado consolidar élites rectoras que puedan amplificar el liderazgo simbólico político en uno concreto, ni siquiera en un liderazgo multidimensional (económico, cultural, científico, tecnológico). No es extraño el criterio que indica que “El Alto luchó por toda Bolivia y se olvidó de sí mismo”, ya que –comparativamente a otras ciudades- los efectos de las políticas e infraestructuras estatales no tuvieron un impacto económico relevante ni generaron cadenas productivas en El Alto y la región.
En este marco entra en juego la narrativa de los “rebeldes y valientes” que no necesariamente predominó en las calles alteñas en 2003, sino forma parte de una atribución exógena que data de épocas anteriores en las que “los indios rebeldes” amenazaban el statu quo colonial. La “rebeldía” tuvo un sentido positivo a inicios del siglo XXI, sin embargo, en tiempos recientes se ha tornado en un atributo que tiende a ser más un peso que soslaya otros caracteres alteños que pueden ser más potenciales para proyectar la ciudad al siglo XXI.
Esta lógica de ser nominado, clasificado y definido forma parte de relaciones coloniales atávicas con una consiguiente naturalización de ciertas relaciones sociales de jerarquización y segregación. De manera implícita la clasificación busca delimitar los parámetros y el radio de acción del clasificado, es decir, el alteño debe ser rebelde y su destino es ser tal. El rebelde lo es en cuanto está fuera de los marcos de la decisión y sus acciones están destinadas a demostrar eterna disconformidad, el alteño no debe estar en condiciones de construir y proponer proyectos-país sino estar del otro lado en posición de “resistencia” o de “apoyo incondicional”.
Las narrativas influyen sobre la subjetividad social, no solo como elementos movilizadores, sino también como aletargadores e inmovilizadores especialmente en la dimensión política. En ese contexto es necesario ser autocríticos sobre el sobredimensionamiento que se otorga a la “rebeldía” (como atributo al alteño desde el poder) y su funcionalidad al manejo político corporativo. En ese sentido, la “rebeldía” debería de ser resignificada desde El Alto y orientada a otras dimensiones estructurales de la problemática boliviana, ya sea el extractivismo y rentismo, la corrupción, el regionalismo o el caudillismo. Paralelamente no es necesario crear un discurso nuevo, sino rescatar uno subyacente y que manifieste valores catalizadores que respondan a la realidad mayoritaria alteña.
“El Alteño es trabajador” es un atributo que a menudo se esgrime con distintas intencionalidades, pero es una realidad inherente de más del 70% de alteños que se desenvuelven a pesar del Estado en la economía informal. No es un secreto que gran parte de la generación de riqueza en la ciudad no se deba a políticas estatales sino a otros factores como las redes intrincadas de colaboración basadas en relaciones de parentesco y de proximidad. Incluso en medio de la informalidad gran parte de la población ha logrado una notoria movilidad social del cual las mansiones alteñas (mal llamadas “cholets”) son una expresión visible. El ser “trabajador” es una constante que puede formar parte de una narrativa propia mas no necesariamente como una condición final, sino como una intermedia.
El “qamiri” (“rico” en aymara) es un personaje visible en la sociedad alteña contemporánea. Forma parte de un grupo social que desde la academia recibe denominativos como “burguesía chola”, “burguesía indígena” o simplemente “clase media popular”. Según el sociólogo Pablo Mamani -autor de investigaciones sobre movilidad social- el “qamiri” se autoidentifica como “emprendedor” -en lugar de burgués o clase media- lo cual no contradice el imaginario alteño de principios de siglo XXI. El “ser emprendedor” formó parte del imaginario de “Ciudad industrial” que personajes como Pepelucho Paredes fomentaron durante su gobierno y no contradice la realidad alteña mayoritaria en el que el emprendimiento es una cualidad soslayada por las narrativas políticas.
Ser trabajador y emprendedor forma parte de la mítica de una ciudad que se hizo a si misma y cuya proyección es interesante, más aún tomando en cuenta las transformaciones sociales y económicas de la Bolivia del siglo XXI. Tal contexto demanda que el alteño no sólo se piense como un actor que puede influir en la vida política y económica boliviana, sino como un actor que puede comandar la construcción de un país diferente, ello demanda la cualidad de “visión” que ya se expresa en los emprendimientos alteños, mas no tiene correlato visible en un discurso que movilice a la ciudad. El “ser visionario” es una necesidad que no solo debería de reducirse a lo económico, sino a lo político y geopolítico si se quiere un país mejor.
De “rebeldes y valientes” a “emprendedores y visionarios”, el alteño no necesariamente está anclado a una condición eterna de resistencia, ya que ha demostrado amplia adaptabilidad a los contextos adversos y ha sabido sobreponerse a ellos demostrando resiliencia. El alteño es emprendedor y está logrando condiciones materiales que son el soporte para próximos escenarios en la historia boliviana. Si El Alto quiere consolidar su liderazgo simbólico político en uno concreto, es necesario que sea el hervidero de múltiples visiones de ciudad, metrópoli y país, con la emergencia de múltiples líderes, proyectos-país y miradas epistemológicas, pero debe mantener un carácter de rebeldía ante la exclusión, el centralismo, racismo y otras taras estructurales bolivianas, para así tender diálogos con la amazonía, el chaco, los valles y el altiplano, en una Bolivia del siglo XXI que se construye desde abajo.
Guido Alejo es arquitecto y analista.