La pandemia covid-19 se ha cobrado casi dos millones y medio de vidas humanas y mantiene confinada a más de un tercio de la población mundial bajo políticas de contención, control y eliminación que aún no logran estabilizarse. A medida que avanza el tiempo, la incertidumbre, la tristeza y la sensación de fragilidad van ganando terreno mientras que las soluciones que los gobiernos van probando parecen no encontrar aún un curso definitivo ante serios desafíos en su implementación.
Ciertamente se trata de algo más que una emergencia sanitaria; un virus ha saltado de la naturaleza desde la frontera del despojo, desatando una disrupción sistémica que anticipa los efectos globales de otras crisis que acumulan silenciosamente como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la contaminación del aire y el agua o la precarización de las grandes mayorías a merced del apetito voraz de las élites.
Es un virus que nos ha inundado con preguntas sobre nuestra manera de habitar el planeta y un destino común aún corriendo entre nuestras manos como materia líquida. La pandemia se ha convertido en síntoma de una civilización globalizada, sacrificial e insostenible; atravesamos un umbral critico que anticipa la realidad de las próximas décadas dependiendo de lo que se haga en este tiempo de calamidad intenso y crucial.
La crisis del covid-19 ha exacerbado las inequidades y ha delatado las injusticias de un sistema obsceno en el que los más ricos se han hecho aún más ricos, mientras que los sectores medios y pobres van siendo desplazados hacia la precariedad como en ningún otro tiempo. En su informe “El virus de la desigualdad” OXFAM apunta que 100 de los más grandes multimillonarios han incrementado su fortuna en 3.94 billones de dólares desde que comenzó la covid-19; mientras que 10 de ellos vieron crecer su fortuna en 534.000 millones, dinero que podría pagar el costo de las vacunas para todo el mundo.
Sus impactos se han cebado con las poblaciones negras, indígenas, marginadas, migrantes y pauperizadas; con las mujeres que han sostenido la economía doméstica y la vida en condiciones de gran precariedad y sobre todo con los habitantes de los países del Sur Global ubicados en las franjas menos protegidas. Hoy la aplicación de la vacuna –cual apartheid sanitario- proporciona una radiografía dramática de las inequidades, y brechas entre el Norte y el Sur; el 75% de las vacunas están concentradas en 10 países ricos y desarrollados mientras que 130 países no tienen ni una sola dosis. Pero también ha delatado con mayor evidencia la crisis ecológica en la que estamos sumidos por haber traspasado de manera aberrante los límites de la naturaleza en su capacidad de cobijarnos.
Se hacen urgentes, pues, respuestas radicales para asegurar la salud planetaria en el sentido más íntegro de la palabra más allá de las lógicas neoliberales del mercado y más allá de la mezquindad política que parecen haberse vuelto predominantes.
La pandemia covid-19 como acontecimiento del Antropoceno -estado planetario en que la humanidad dominada por el capital ejerce una fuerza superlativa sobre los sistemas de vida en el planeta - plantea un doble desafío: por un lado exige una gestión adecuada, justa, inclusiva y humanizada para enfrentar la crisis sanitaria y las crisis social y económica asociadas; por otro, demanda respuestas estructurales que superen el enfoque biomédico, militarista y economicista predominante y se concentren en una verdadera transformación social, económica, subjetiva y ecológica hacia un nuevo paradigma para restaurar los equilibrios con la naturaleza y honrar la deuda social.
En los diferentes países se han dado diferentes versiones de la gestión de la pandemia que se ha convertido en un reflejo de la política y su grado de adhesión al sistema dominante. Mientras la tensión entre salud y economía domina las decisiones de los gobiernos, la gestión de la pandemia es a la vez un diagnóstico en tiempo real del estado de los sistemas de salud pública, de redistribución social y de servicios públicos en general. Según reportes de especialistas, al menos un tercio de la población mundial no tiene cobertura pública en los sistemas de salud y éste se ha convertido en un factor crítico para la justicia sanitaria global.
En esta complejidad, versiones verticales y autoritarias, unas más dejadas y negligentes, otras más enfocadas en el cuidado y en la ciencia son las tendencias principales. Ninguna, lamentablemente, con medidas estructurales de mayor alcance. Casos tan patéticos como el “Vacunagate” en el Perú o el “Vacunavip” en la Argentina y otros escándalos en la región han salido de la curva y han sentado precedentes nefastos de la relación entre poder político y salud pública. En ese complejo universo, gestiones como las de Bolsonaro cuyo país ha registrado más de 200.000 muertes por covid-19, Trump con un saldo de más de 500.000 muertos en EEUU, AMLO quien se ha negado a usar mascarilla “a lo mero macho” argumentando que ya no contagia con un México que deja al menos 150.000 muertos, Ortega que se empeña en ocultar las cifras alarmantes– entre otros, marcaron la peor tendencia: la del negacionismo, la inacción y la cínica confianza en que la inmunidad de rebaño llegará de manera espontánea mientras marchen los negocios como de costumbre.
El negacionismo es expresión de una ideología política patriarcal propia de los supremacismos y las nuevas derechas que crecen despreciando la justicia, la democracia, la solidaridad y el paradigma del cuidado, valores indispensables para reconstruir la vida en sociedad en estos tiempos. La negación o distorsión para explicar un fenómeno de interés público a partir de intereses de clase, políticos o corporativos es sumamente peligrosa. Peor aún cuando ésta hace carne en niveles estatales, pues sus acciones inclinan la balanza de la gestión pública hacia la performance política en detrimento de consideraciones éticas, humanistas y científicas que deberían ser fundamentales para encararla. En el caso del cambio climático, el negacionismo ha girado el timón hacia la negligencia global.
En Bolivia a pesar del cambio de gobierno, la respuesta estatal a la pandemia es aún incipiente y está signada por el personalismo y la polarización. El primer mandatario Luis Arce ha pedido al pueblo un alineamiento político: nos ha dicho que “aguantemos” el virus así como hemos “aguantado” la dictadura (Nota: en Bolivia a las dictaduras no las hemos “aguantado”, las hemos “resistido”. Además, una gran parte de la población censura que el MAS haya facilitado las condiciones políticas para que se instale el Gobierno de Añez y Murillo, sometiendo a la sociedad boliviana a una violencia inadmisible y alentando la narrativa del “golpe” con el objetivo de velar la creciente pérdida de legitimidad de su líder); que hay mas contagios no porque se haya agudizado por las mutaciones víricas sino “porque hay más pruebas de registro” gracias a sus esfuerzos; y que en las elecciones municipales hay que elegir a candidatos oficialistas para “garantizar” la coordinación entre autoridades locales y gobierno y asegurar que la población reciba ayuda.
La comprensión de su responsabilidad reducida a mera relación clientelar agudiza la polarización política, además no sólo tiene un sesgo negacionista, sino que no se abre a una revisión de las estrategias del maldesarrollo que su gobierno viene sosteniendo por más de 14 años en nuestro país.
Si ya nos parece limitado que los gobiernos actúen con un enfoque reduccionista donde el discurso de la medicina, el control y la vigilancia se van comiendo la sociedad, más impertinentes aún son estas posturas que anteponen intereses políticos a la salud del pueblo y medran dramáticamente las posibilidades de dar un salto a una perspectiva holística que abarque tanto los Derechos Humanos como los derechos de la Naturaleza. Aunque confío más en las fuerzas de la sociedad para sostener tal transformación, el papel de los gobiernos es fundamental y la función del estado como garante de derechos sin discriminación alguna (tampoco a sus opositores que en este caso son la mitad de la población) es una condición de su legitimidad.
El actual gobierno de Bolivia puede lanzar la narrativa del “Buen Vivir” que quiera –postulado con que muchas personas nos identificamos y que constituye un producto de los debates de diferentes corrientes de pensamiento-, pero si no supera la politiquería para dar lugar a criterios de justicia social, democracia y participación desde una visión de salud holística y de prioridad para recuperar el equilibrio con la Naturaleza, estará alineándose con esa corriente de políticos que hacen cruel parodia del sufrimiento de la gente.
Más que nunca hoy es tiempo de alentar el sentido común que va creciendo en la sociedad al preguntarse sobre la naturaleza de esta pandemia como síntoma del despojo sistemático de las bases materiales de la vida del mundo moderno. Es una toma de conciencia que está madurando –muy sutilmente- hacia nuevos paradigmas civilizatorios basados en la solidaridad, el cuidado, la conciencia de la interdependencia y la ecodependencia. Una transformación que ya ha empezado y que disputa a la lógica neoliberal y genocida de las élites el sentido de nuestra existencia, demandando bases materiales y subjetivas para una transición a sociedades inspiradas en una humanidad verdadera y una ética de agradecimiento y cuidado con la vida.
Elizabeth Peredo Beltrán es Psicóloga Social y activista ecofeminista.