OMAR QAMASA GUZMAN BOUTIER
Reflexionemos en torno a las razones por las cuales la comunidad internacional parece mostrarse, en estos tiempos más que antes, tolerante con gobiernos antidemocráticos y corruptos, o sea con los fieles representantes de la anti-política. La comunidad internacional se manifiesta en los organismos internacionales tales como las Naciones Unidad (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre otros; organismos compuestos por los Estados soberanos y -es de esperar- democráticos. De acuerdo a los supuestos de la democracia, pero, alguno de los gobiernos, aunque accedieron al poder por medios democráticos se han tornado rápidamente en antidemocráticos, con abundantes denuncias de corrupción sobre sus hombros.
Entre muchos otros, los gobiernos de Maduro (Venezuela), Trump (Estados Unidos), Ortega (Nicaragua) representan bien esta corriente de la anti-política. Sin importar la tendencia ideológica que dicen expresar (derecha, izquierda, nacionalista u otra) todos ellos, llegados al gobierno por medios democráticos, se dieron a la tarea luego, una vez en el poder, de desmontar precisamente los supuestos de la democracia. Este común denominador les permite, al menos, la misma importancia al momento de votar una decisión en los organismos internacionales, por lo que puede ser comparado con la comunidad de intereses económicos o la similitud ideológica. Si, en la esfera de los organismos internacionales, los diferentes gobiernos de la anti-democracia resultan extrañamente hermanados en no pocas ocasiones es pues por el irrespeto a las convenciones que establecen derechos y obligaciones a todos sus miembros, así como por la imprevisibilidad del comportamiento de dichos gobiernos y por el desconocimiento (casi como de un plumazo) a acuerdos que las sociedades, por intermedio de sus Estados, laboriosamente y durante largo tiempo de negociaciones habían logrado alcanzar; acuerdos referidos, por ejemplo, al comercio internacional, a la lucha contra el racismo y la discriminación, a la protección del medio ambiente.
La comunidad de comportamientos e intereses anti-democráticos deja por tanto también su sello en los organismos internacionales. En éstos repercutirá de distintas maneras, manifestándose unas veces, por medio de inexplicables “informes”, alejados de la realidad de la cual deben informar (como el informe preliminar de la CIDH sobre Bolivia, luego de la renuncia de Evo Morales a la presidencia) o en otros casos, manteniendo una llamativo silencio, apenas interrumpido por tímidos y desganados pronunciamientos acerca de la situación de los derechos humanos, principalmente en países bajo gobiernos antidemocráticos.
Recordemos que la fuerza que adquirió la anti-política responde a variadas causas, posibles de ser agrupadas en tres órdenes: el político, el social y el económico. Es verdad que la crisis de los partidos, la crítica al establishment político, el déficit de representatividad de las instituciones electas, contribuyeron a justificadas críticas que, sin embargo, no llevaron a superar las deficiencias por medio del desarrollo del sistema político democrático, sino a enfrentar ese cuadro acudiendo a los outsiders de la política. En todo el proceso de crisis del sistema político y la crítica social al mismo, el desinterés de cada vez mayores sectores de la sociedad en la política se abría mayores espacios, facilitando el advenimiento de la anti-política. El desfiguramiento de las fronteras ideológicas con el crecimiento, en paralelo, del pragmatismo político, el uso discrecional del poder público -ergo, corrupción- de partidos y líderes políticos alimentó, pues, la crisis del sistema político democrático. Entre todas las causas, sin embargo, la económica tuvo una gran importancia, al momento de explicar el éxito de la anti-política.
Veamos las causas económicas genéricamente desde tres perspectivas. En primer lugar desde la globalización de la economía, como sucesión natural a las políticas radicales de libre mercado. Se trata de una tendencia histórica que no logra ser revertida a pesar de las políticas proteccionistas en los países centrales. Al contrario, la globalización se generalizó hasta abarcar diferentes ramas de la economía y la producción. Una segunda perspectiva nos remite a la independencia que adquiere la economía respecto a la política. La globalización supone un relacionamiento económica general; proceso en el cual queda disminuido el valor de la política y de los discursos ideológicos de los gobiernos. En la dinámica global de la economía, por tanto, ésta termina independizándose (de manera relativa, se entiende) incluso de los Estados, es decir de las naciones, como asientos del capital a partir del cual se expanden al plano global, mundial, como ocurriera en la fase imperialista del capital. En la tercera perspectiva, la modificación más importante se ha operado en la misma base anatómica del capital. Hablamos de los cambios acontecidos en la composición orgánica del capital.
En gran medida esta modificación ha sido impulsada por las innovaciones tecnológicas, las cuales han terminado cambiando drásticamente la economía desde su fase productiva. Consiguientemente, también se ha modificado el ciclo de rotación del capital productivo, o sea la fisonomía misma de la economía. En última instancia, este potencial que muestra la economía como para adquirir los elevados grados de independencia relativa señalados se encuentra en esta modificación anatómica del capital. Es esta modificación la que inaugura una nueva fase de desarrollo en la historia del capital y en toda la economía en sí. Es decir, se abre consiguientemente una nueva fase histórica en la relación entre economía y política.
Sin embargo, en este paulatino distanciamiento, la política no pierde la capacidad de generar su propia agregación y así, continuar influyendo en la economía. La agregación que es inherente a la política se inicia y se realiza al interior de cada país, para expresarse de inmediato en el tipo y cualidad de la relación entre Estado y sociedad. Más allá de estos dos últimos elementos, pero, la agregación alcanzada se proyecta hacia el plano internacional, por medio de la concurrencia con los otros países. Diríamos, bajo este razonamiento, que es en el plano político, antes que en el económico, donde la estructura jerarquizada entre las naciones reproduce la relación entre países desarrollados y países atrasados. Sobre estos supuestos puede extenderse, ahora, la proyección política de los países desarrollados. En este caso, sus intereses políticos se extienden al plano global, reproducción con ello las estructuras de jerarquías desiguales. Hablamos, claro está, de los intereses geopolíticos puestos en juego por parte de los países desarrollados. Los intereses geopolíticos proyectados y la estructura jerarquizada de los países son también el espacio en el que la distancia entre economía y política se reduce.
Esta reducción nos remite, en realidad, al condicionamiento que la política produce para la vida de la economía. Resulta claro que la política constituye la atmósfera (favorable o desfavorable) para la economía y en este sentido, efectivamente, esta última se encuentra condicionada por las características que asume tal atmósfera. La política, pues, brinda las condiciones extraeconómicas para el desarrollo económico y en este orden, resulta iluso pretender una separación total entre ambas.
Si bien es válido admitir que las posibilidades de proyección de los intereses políticos se impulsan a partir de la circunscripción en el ámbito nacional hacia el plano mundial, no pude extraerse de ello una consecuencia mecánica. Por supuesto que el ensayo exitoso de la proyección se afinca antes en los países desarrollados que en los países atrasados pero, hay que decir que también estos últimos se proyectan, desde su asiento nacional, hacia el mundo. En esto -es verdad- hay ciertamente una similitud con la lógica de relacionamientos de la teoría de la dependencia, formulada con fuerza en las décadas 1960 y 1970; incluso podría encontrarse similitudes con la manera en la que los países atrasados recepcionan las proyecciones que emanan de los países desarrollados. Hablamos de la configuración interna en los países atrasados; configuración funcional a la proyección (y su connotación imperialista) de los países desarrollados. Pero, pese a estas similitudes, algo ha cambiado incluso en las relaciones entre estos dos tipos de países, con relación a lo descrito hace seis décadas.
En lo que nos interesa -nuestros países, denominados atrasados- los cambios provocados en la economía y su relación con la política alteraron el cuadro del pasado. Se trata de modificaciones tanto en el plano interno como en el plano mundial, o sea modificaciones circunscritas a cada uno de los escenarios. Comencemos diciendo que cuando nos referimos al proceso general de globalización hacemos referencia a un proceso en curso, en el que los actores sociales, institucionales, económicos, estatales, continúan acomodándose al mismo. Desde una visión larga de la historia resultara válido recordar que se trata de un movimiento epocal, contradictorio, en el que coexisten, junto a la tendencia global, regresiones anti-globalizadoras. Por otra parte, también se observan regresiones en las propias instituciones internacionales, como ilustráramos líneas arriba.
Volvamos al proceso de adquisición de mayor independencia de la economía respecto a la política particular de los gobiernos e incluso respecto a las ideologías, para decir que estos mayores grados de independencia están relegando, en alguna medida, la mediación política entre los Estados, para el impulso de político económico-productivas nacionales. Tal es así que, hoy por hoy resulta más importante para los Estados, lograr acuerdos productivos con las grandes corporaciones globalizadas que con otros gobiernos, salvo, claro, en lo referido al comercio internacional. Es cierto, a la vez, que para los Estados pequeños esta posibilidad representa el peligro de subordinar lo público a lo privado; por ello y con todo, los organismos internacionales siguen siendo el espacio en el que lo público puede contar con mayores opciones para prevalecer frente a lo privado. No se piense con esta afirmación que existe una correspondencia mecánica entre la defensa de lo público en lo económico y la democracia en lo político. También en este caso puntual, el tejido que se establece en la relación entre economía y política, entre lo público y lo privado, es el espacio que permite la presencia de la anti-política, populismo mediante; es decir, de la antidemocracia.
Por ello, para los países latinoamericanos, el reconocimiento tanto de los cambios, como de la expansión del espacio (teórico, conceptual, institucional, político) que tales cambios conllevan, resulta de fundamental importancia para orientarse en estos tiempos. Sin embargo de ello, en nuestra región, hasta ahora nos hemos movido en una lógica polar estéril, que nos lleva de la anti-política a la política sin vocación soberana, como si se trata únicamente de respuestas que cada polo tiene reservado para el otro polo. Los ejemplos de los gobiernos de Mauricio Macri (Argentina) o Lenin Moreno (Ecuador) grafican la opción del olvido de los supuestos de la soberanía nacional, como respuesta a la opción de la anti-política populista. En ambas experiencias lo que ha destacado ha sido la gran voluntad de subordinarse al Fondo Monetario Internacional (FMI) y esas decisiones únicamente han servido para alimentar las expresiones anti-políticas en la sociedad. Es también cierto que aquellas decisiones han traído del mundo del pasado la manera de concurrir al ámbito internacional como simples apéndices, funcionales, a los intereses geopolíticos de los países centrales.
Recordemos que existe, sin embargo, diferencias entre aquél pasado y nuestro tiempo. Nadie duda que esta distancia está dada por la evolución del capital que, reiteremos, permitió una mayor independencia de la economía respecto de la política, de los Estados y de las naciones. En tal sentido, concluiríamos señalando que son precisamente tales modificaciones las que posibilitan salir de aquella inútil polaridad, inviabilizadora del desarrollo de políticas nacionales soberanas, en la era de la globalización. La condición, claro, es la preservación de los grados de soberanía nacional, que las luchas sociales obligaron a adoptar a los diferentes gobiernos. Este requisito (el de la concurrencia al concierto internacional en base al interés de la soberanía nacional) no supone ningún condicionamiento ideológico, porque la expansión del espacio del que hablábamos así lo permite. Si algo supone una concurrencia en esos términos, es el despojo de los viejos hábitos, con los que se contraponía los conceptos de soberanía y dependencia, en los mismos términos que la polaridad entre izquierda y derecha.
Omar Guzmán es sociólogo y escritor