Luego del impase (llamémosle así al primer documento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos -CIDH-) que supuso el informe preliminar de este organismo sobre los conflictos sociales en Bolivia, después de la renuncia de Evo Morales a la presidencia el 10 de noviembre pasado, ahora se anuncia una segunda visita al país, para volver a evaluar la situación del respeto a los derechos humanos durante aquellos días de conflicto. Se trata de un intento rectificatorio para, nuevamente, emitir opinión acerca de una situación, en verdad, harto compleja. Abordaremos esta complejidad teniendo en mente el marco de un triángulo conformado por los hechos, el organismo internacional y la democracia.
Comencemos preguntándonos por las razones que llevaron a la primera comisión de la CIDH a emitir un informe parcializado, en última instancia, con el exgobierno presidido por Morales y faltando de esa manera a la verdad. Actitud que, en definitiva, constituyó un insulto sin tapujos a la mayoría de la sociedad boliviana. En esa misma línea de atropello, aunque bajando notoriamente de tono, puede inscribirse la última resolución de la asamblea general de la Organización de Estados Americanos (OEA), la pasada semana, pidiendo el respeto a los derechos de los pueblos indígenas en Bolivia y dando a entender que los mismos serían, en la actualidad, atropellados por el gobierno de Jeanine Añez.
En ambos casos, son criterios que no respetan a la sociedad boliviana, luego que ésta recuperara, de manera pacífica, la democracia que le fuera arrebatada por un gobierno dictatorial y delincuencial. Pero al mismo tiempo de estas nuestras primeras objeciones, debemos decir que, mal que nos pese, una de las razones para los criterios de ambos organismos internacionales se encuentra a lo largo de nuestra historia. En efecto, ésta ha sido una sociedad notoriamente racista, en la que el desconocimiento a los derechos de los pueblos indígenas era la norma. Hasta bien entrado el siglo XX, agentes policiales todavía cobraban de manera extralegal en La Paz, por ejemplo, el denominado impuesto predial a los campesinos y a los indígenas que se encontraban en la ciudad, sin hablar ya de impuesto indigenal que el Estado cobraba a los indígenas, por su sola condición racial, durante el siglo XIX.
Tampoco podemos dejar a un lado, en este triste recuento, los últimos rebrotes racistas durante los primeros años de este ciclo, particularmente en la ciudad de Santa Cruz; brotes promovidos a la cabeza, entre otros, de su alcalde municipal, Percy Fernández (convertido luego, en el incondicional y servil aliado de Evo Morales). Estos antecedentes fueron suficientes para que el engaño de Morales y su partido, el Movimiento al Socialismo -MAS-, consistente en la autodesignación como representantes de los pueblos indígenas, desde una perspectiva política de izquierda, engatusara a más de un incauto en el mundo.
Sin embargo de ello, es también cierto que, en gran medida gracias a la movilización nacional-popular articulada en torno principalmente a los sectores indígenas y campesinos entre el 2003-2006, la sociedad toda ha recepcionado (con las salvedades de los rebrotes que hemos señalado) el viraje hacia menores grados de racismo y mayores grados de inclusión de la diversidad étnica y cultural. Las modificaciones, posteriormente, introducidas al ordenamiento jurídico nacional en esa dirección, no fueron sino el reconocimiento legal de aquél impulso social hacia el reconocimiento de la pluriculturalidad. Todo ello, a su vez, fue parte de un proceso socio-político lento pero provechoso para la convivencia democrática. Empero, durante el conflicto social que estallara el 21 de octubre, el discurso racista y confrontacional del MAS (algo que fue una constante en ese gobierno) adquirió dimensiones generales, hasta constituirse en una real amenaza de retroceso histórico en la materia. Los actos vandálicos, impulsados por el partido de Morales, luego del 10 de noviembre, tuvieron en el discurso racista reavivado, una de sus fuentes para la justificación de actos delincuenciales a título de “protesta social”.
Para valorar los acontecimientos que fueron supuestamente investigados por la primera comisión de la CIDH, no pude, pues, prescindirse de estas consideraciones, que los antecedieron (el racismo y la antidemocracia del MAS), porque los hechos en Senkata (La Paz) y Sacaba (Cochabamba) fueron, desde este punto de vista, solamente la expresión en las que coaguló la orientación del anterior gobierno. En este sentido, téngase en cuenta que la definición de los hechos a investigar (focalizándolos en Senkata y Sacaba por un lado y por otro, ignorando la totalidad de los actores en tales acontecimientos) forma ya parte de una disputa en torno a lo que puede considerarse verdad o mentira; y lo mismo vale para la opción metodológica con la que se asumió esa investigación. Así, la definición y el método de investigación son ya parte del cercenamiento de una realidad, o sea de la disputa en torno a los hechos. Y en esta disputa, en un contexto de conflicto social, la primera víctima, como se sabe, es siempre la verdad. Para el caso concreto, en Bolivia, se lo mire desde donde se lo mire, el hecho de base será siempre el mismo: la recuperación pacífica de la democracia, por parte de la gran mayoría de la sociedad.
La parcialización del informe refleja, por tanto, los sesgos metodológicos que, a su vez, respaldan una definición de lo que deberá entenderse por “los hechos”. Ambos (método y definición) no son consideraciones ajenas a una toma de posición asumida antes de la realización misma de la “investigación”. Por ello es válido pensar que estas definiciones son verdaderos indicadores de tal toma de posición: la defensa de un gobierno supuestamente indígena y progresista. No resulta creíble que un organismo internacional no tuviera la información sobre las abundantes denuncias de atropello a los pueblos indígenas, de la destrucción de los parques nacionales y la selva amazónica boliviana, del cercenamiento a las libertades democráticas, de los escandalosos actos de corrupción, de los vínculos con el narcotráfico, como cometiera el gobierno de Evo Morales. Lo que resulta llamativo, es la falta de importancia que dan a tales denuncias estos organismos internacionales. Sugerimos que aquí fue el pre-juicio (o sea un juicio anclado en el inconsciente, cuya validez se da por descontado) reinante en la CIDH, lo que llevó a minimizar tales denuncias.
El resultado del primer informe preliminar parcializado de la CIDH no fue un apoyo efectivo para Morales (como seguramente esperaban alguno de sus autores), porque no ayudó a frenar el descrédito, ahora también en el plano internacional, en que cae el anterior gobierno boliviano. Ni siquiera sirvió para entorpecer, desde el ámbito internacional, el actual proceso de pacificación del país, que deberá culminar en nuevas elecciones. Para lo único que sirvió fue para insultar a todo un país, que ha demostrado al mundo entero su endereza democrática, al recuperar pacíficamente la democracia de manos de una dictadura delincuencial. No es poca cosa, en verdad, y los organismos internacionales harían bien en poner un poco más de seriedad al referirse a este ejemplo, diríamos, paradigmático que destaca en medio de experiencias violentas y sangrientas para la recuperación de la democracia, como se observa lastimosamente a lo largo del mundo.
Cierra este impase de la CIDH el anuncio que hizo para enviar una nueva comisión al país, esta vez independiente y de expertos, a fin de investigar la situación vivida durante los conflictos sociales; en particular luego de la renuncia de Evo Morales. El intento de rehabilitación de la CIDH se encuentra más allá, incluso, del contenido mismo del nuevo informe porque, en cualquier caso, la tensión entre realidad y suplantación de ésta, como se expresara en el primer informe, habrá bajado de intensidad.
Omar Guzmán es sociólogo y escritor