Ya desde hace varias décadas se observa cómo al comienzo del año se reparten calendarios eróticos, cada vez más atrevidos. En su mayoría presentan modelos femeninos al natural apenas con trocitos de tela. Incluso los más procaces prescinden de la tela. Los promotores de estos calendarios se justifican indicando que buscan publicitar la belleza de la mujer y satisfacer la demanda de muchas personas, particularmente varones, que se complacen en este tipo de presentaciones.
Hay opiniones liberales que favorecen estas publicaciones con el argumento de que a nadie se le obliga a verlas. Si alguien no está de acuerdo basta con que no las adquiera o no las mire. Creo que esta postura es rechazable por ser totalmente individualista. Toda persona debe preocuparse no sólo por sí misma, sino por el bien de las demás personas, particularmente de las más vulnerables. Admitido el valor estético de la belleza, la pregunta clave que corresponde hacer es de carácter ético: ¿Qué efectos, positivos o negativos, producen estas publicaciones en las personas y en la conciencia colectiva de nuestra sociedad?, ¿contribuyen a la perfección integral de la personas y al bien común?, ¿favorece a la mujer presentarla desnuda o casi desnuda?
En una ocasión similar hace varios años hice al editor de un periódico con páginas eróticas esta pregunta: “¿Presentaría usted a su madre o a su esposa de esa manera?”. La respuesta airada del editor, “¿Cómo se atreve?”, dejó claramente al descubierto que lo consideraba una ofensa personal. Pero, sin embargo, ese editor para obtener un lucro comercial no dudaba en utilizar a mujeres que ofrecían su desnudez, sin querer reconocer que con este tipo de publicaciones la imagen femenina se va degradando y ya no se la valora por sus cualidades intelectuales, morales, culturales y espirituales, sino simplemente por sus atributos sexuales.
Con ello la humanidad retrocede a tiempos antiguos como en la Grecia clásica, donde el dueño exhibía en el mercado a la esclava sexual, destinada a satisfacerle, designada con el nombre de “porné”, de donde se deriva el término pornografía o sea la presentación provocativa de la mujer. Hay féminas que, llevadas por la vanidad o por la falta de trabajo digno o por otras razones, se exhiben en clubes, en el cine, en la televisión, en las revistas etc., todo ello muy frecuentemente unido al striptease, a la pornografía y a la prostitución.
Pero aun sin ser expresamente pornográfico, el desnudo femenino fácilmente excita al varón con un aumento del nivel de testosterona en la sangre, acrecentándose el desequilibrio hormonal sexual y con ello el deseo genital que, alimentado por la pornografía, puede pasar a ser una sexadicción incontrolable. De aquí se derivan no sólo la infidelidad y el adulterio, sino también una serie de conductas morbosas, machistas o pedófilas, entre ellas, el acoso sexual, el abuso de menores, la violencia, la violación y el sadismo. Todo ello forma una característica de las sociedades erotizadas, consideradas “progresistas”, que difunden el estereotipo cultural de la mujer como tentadora, alimentando así la misoginia, una de las lacras más nefastas en la historia de la humanidad.
Si bien en tiempos pasados se cayó en la exageración del puritanismo, en la actualidad estamos frente al extremo contrario de banalizar la sexualidad, reduciéndola a una fuente del placer genital. Para revertir esa tendencia enfermiza, hay que enseñar a adolescentes y jóvenes a controlar la sexualidad al servicio de la afectividad, integrándola en la personalidad, y a valorar el pudor como el necesario respeto hacia el propio cuerpo y el cuerpo ajeno frente a miradas deshonestas.
De manera especial los cristianos estamos llamados a considerar nuestro cuerpo como templo del Espíritu de Santidad (1 Co 6, 19). Sigamos el ejemplo de Jesús que nos invita a comportarnos honestamente sin incitar a la lascivia a otras personas (Lc 17, 1-2) y a no dejarnos llevar por la concupiscencia: “Si alguno mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido adulterio en su corazón” (Mt 5, 28). Vivamos la limpieza del corazón para poder elevar la mente al Señor (Mt 5, 8) y amarnos como Él nos ama (Jn 15, 17).