
Por cómo se van pintando las cosas, siempre y cuando haya elecciones, el próximo 19 de octubre será, en realidad, el verdadero Día “D” para los comicios nacionales de este año.
Las señales que ofrece el panorama político actual son suficientes para dar cuenta de que ninguna de las candidaturas presidenciales anunciadas hasta el momento podrá hacerse de la victoria (50% de los votos más uno) en la primera ronda de las votaciones programada para el 17 de agosto.
Cabe recordar, asimismo, que la Ley del Régimen Electoral, en el inciso b) del parágrafo II de su artículo 52 (Forma de elección), establece otra opción: para que una fórmula presidencial sea proclamada triunfante deberá haber obtenido un “mínimo del cuarenta por ciento (40%) de los votos válidos emitidos, con una diferencia de al menos el diez por ciento (10%) en relación a la segunda candidatura más votada”.
La situación y los datos preelectorales permiten anticipar –a menos que se presente alguna sorpresa– que ninguna de esas alternativas resultará alcanzable, lo que lógicamente trasladará la definición efectiva a la segunda vuelta prevista para el 19 de octubre.
El grupo oficialista no solamente arrastra la marca de su doble fracaso, político y económico, sino que continúa alargando la agonía de su pugna interna y no encuentra la fórmula para superar el acumulado descrédito de quienes encabezan sus alas enfrentadas.
Desde el gobierno, la estrategia reeleccionista parece apuntar a tratar de mantener la adhesión interesada de los integrantes del denominado “Pacto de Unidad” (no otra cosa significa la insistencia en que Angélica Ponce, exdirigente de las “bartolinas”, sea su vicepresidenciable), así como a sacar judicialmente del juego a sus adversarios, como lo muestran las acusaciones y sugerencias contenidas en el “documental imperdible” (el Ministerio de Gobierno dixit) sobre el presunto “golpe fallido” del 26 de junio de 2024.
En la otra vertiente, la del fugado exgobernante, continúa activa la fijación de que no puede haber sino un “candidato único”, aun a sabiendas de que la postulación de tal personaje ha sido declarada ilegal en más de una ocasión y sin que su grey quiera percatarse de que su perímetro de influencia es cada vez más limitado.
Se advierte, pues, que ambos sectores, a su modo, alientan un clima de amenaza que no es apenas recíproca, entre ellos, sino que también puede poner en vilo al proceso electoral en general e inclusive a la propia continuidad democrática.
A los males que sufren y representan uno y otro se les suma el de la emergencia de un potencial liderazgo disidente, el del presidente del Senado, Andrónico Rodríguez, que está siendo visto, así sea a regañadientes, como una eventual tabla de salvación por cada uno de los confrontados. En todo caso, es claro que sería suicida para el futuro político de este tercero en discordia si apoyara a alguna de esas partes.
Mientras tanto, en el lado considerado opositor, además de que acabó volando por los aires la idílica unidad que había sido planteada al principio, la lista de presidenciables se ha engrosado y ya comprende a Jorge Quiroga, Samuel Doria, Manfred Reyes, Johnny Fernández, Jaime Dunn, Chi Hyun Chu y Rodrigo Paz, así como a Fausto Ardaya, representante de la hoy ambigua Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano. Y no se debe dejar de lado las aspiraciones que han hecho visibles otras fuerzas partidarias carentes aún de representantes y las organizaciones semi-oficialistas de Félix Patzi y Eva Copa, que quizá podrían traducirse en otras candidaturas.
El escenario electoral está, así, fragmentado, aparte de polarizado. El voto disperso será su necesaria consecuencia. Que alguna de las postulaciones consiga reunir en agosto el 40 por ciento de los sufragios parece ser una meta altamente improbable, ilusoria.
Por eso hay que volcar la mirada hacia la segunda vuelta de octubre –mes de no muy buen agüero en la política boliviana reciente–, que podría traer el enfrentamiento en las urnas entre alguna de las fuerzas conservadoras del “proceso de cambio” y otra renovadora que justamente se proponga cambiarlo, o que más bien, en un caso de extremo sobresalto, sea la oportunidad propiciadora de la competición entre nada más dos de este último carácter.
Lo que sí resulta más seguro es que, cercanos a esa circunstancia e incluso después de ella, los actores políticos, cualesquiera que sean, estarán impelidos a negociar. Solo algún tipo de pacto viabilizará la conformación del futuro gobierno al igual que las bases de la gobernabilidad, requisito para que la nueva autoridad democráticamente elegida pueda ser ejercida.
El Día “D” electoral, el decisivo, será pues el tercer domingo de octubre venidero, si es que se llega a votar.
El autor es especialista en comunicación y análisis político