Una de las candidaturas inscritas para las elecciones nacionales de este 2020, aquella que dice reivindicar la existencia y los derechos de los pueblos tradicionales en el país, representa en la práctica justamente lo contrario.
El
binomio que la integra tiene como personaje principal a un delegado del grupo
de los sectores medios urbanos que se apropió del “gobierno de los movimientos
sociales”, mientras que el secundario, que expresa parcialmente a esos pueblos,
ha sido relegado y condenado a las sombras y el mutismo. Pero esta reproducción
política de las jerarquías discriminadoras requiere para su comprensión algo de
contexto.
“¿Qué hace el indio por el estado? Todo. ¿Qué hace el estado por el indio? ¡Nada!”, preguntaba y afirmaba Franz Tamayo hace 110 años, aunque en tono magnificado, con lo cual sin embargo señalaba un problema estructural de la sociedad y el Estado bolivianos que se mantiene irresuelto.
En
apariencia, esta histórica cuestión, que viene a ser la “cuestión nacional”,
iba a ser superada con la puesta en marcha del “Estado plurinacional”, que para
2009 se consideró una idea más avanzada que las del multiculturalismo y la interculturalidad
ensayadas al menos desde 1994. Como garantía de ello se tenía, además, el
gobierno del “primer presidente indígena”. Los hechos, empero, mostraron y
prueban que aquello no pasó de ser un recurso propagandístico de los que se
instalaron en el poder a inicios de 2006.
Es
claro que la manera excluyente en que fue organizada la sociedad colonial no fue
alterada por la independencia política criollo-mestiza de comienzos del siglo
diecinueve y que la revolución modernizadora de 1952, el retorno a la
democracia en 1982 ni el “proceso de cambio” 2006-19 actuaron en vista a su transformación
efectiva. Así, el problema de la dominación social heredado del tiempo anterior
a la república y prolongado por ella, generador además de la incompletitud de
la nación boliviana, continúa como la gran asignatura pendiente de la política y
el Estado en el país.
La
condición de colonialismo interno –que supone la continuación de la explotación
de los pueblos subordinados y la vigencia de unas relaciones racializadas– es uno
de los cimientos sobre los que se irguió la vida republicana, hasta el presente.
Tal condición constituye un mecanismo de infravaloración y desconocimiento de
la otredad que sirve de soporte al aparato de sumisión que manejan los
controladores del poder.
El
antecedente hay que hallarlo en el establecimiento de la relación señorial
colonial, con “señores” o “patrones” que se adueñaban de las posesiones, el
trabajo y los cuerpos mismos de sus “siervos”. Mas esta práctica reencarnó
sucesivamente en la figura del pongueaje hasta 1952, en la utilización de las
masas obrero-campesinas por el Movimiento Nacionalista Revolucionario hasta su
caída en 1964, en el “pacto militar-campesino” que empezó entonces y se extendió
durante la dictadura de Hugo Banzer (1971-78) o en la más reciente y prolongada
cooptación de las organizaciones sindicales y campesinas por el club gobernante
que renunció en noviembre de 2019.
Este
último esquema político, que todavía se encuentra en proceso de descomposición,
apeló a una retórica “indigenista” y anti-discriminadora no sólo para usufructuar
del poder sino, quizá peor aún, para asegurar en Bolivia la pervivencia del
proyecto tradicional de dominación interna y dependencia externa.
Las
propuestas contestatarias del indianismo que buscaba resignificar el término “indio”
en clave de liberación social incluso radical, o del katarismo que apuntaba a
construir una sociedad de ciudadanos iguales en una democracia anticolonial,
fueron oportunistamente ignoradas o empleadas para nutrir un discurso que cada
vez coincidía menos con la práctica real. Los nuevos “señores” se montaron en
las espaldas de los “siervos” haciéndoles creer que gobernaban obedeciéndoles.
Variados
estudios y análisis sobre el tema hablan de la “falsa descolonización”, el “Estado
plurinacional aparente”, los “resultados trastrocados”, el “confuso socialismo
comunitario”, la “recreación del momento constitutivo del colonialismo” o la “reconstitución
de la dominación” atribuibles al gobierno que se derrumbó en noviembre pasado
(véase, por ejemplo, las publicaciones del colectivo alteño Willka, de Teófilo
Choque, Fernanda Wanderley, Nicómedes Sejas, Luis Tapia o Huáscar Salazar).
Lo
vivido desde octubre de 2019 en la política nacional aporta evidencias al respecto.
Que ciertos grupos, sin importar la suerte que corrieran, hubiesen sido empujados
a las calles o carreteras para tratar de salvar los privilegios de un pequeño círculo
de beneficiarios, al igual que ocurrió hace escasas semanas, o que la mayoría
parlamentaria subsistente –cuya sola presencia es ya la negación del absurdo de
que hubo un “golpe”– haya vuelto a su estado anterior de manipulación luego de
un brevísimo ínterin de autonomía que no supo aprovechar, son parte de esa
utilización típicamente colonial.
Y
este espíritu señorial está traducido en la candidatura señalada: entre los patrones
designaron a un reemplazante de su desgastada imagen-símbolo para que aparezca en
las papeletas de votación y éste se alzó de inmediato como patrón del
subordinado aymara, ese que en un primer momento tuvo la osadía de proponerse a
sí mismo como el que debía ser elegido.
En nada ha cambiado la condición de la vieja “masa disponible”. Tras el más reciente fracaso de los bloqueos inducidos, algunos de sus miembros empiezan a darse cuenta de que fueron usados y “traicionados”, pero eso todavía no indica que dejarán de votar por el candidato de corte señorial que les han impuesto.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov