La reciente disminuida recordación oficialista de un inexistente –el “Estado Plurinacional”– representó una ocasión ideal para aportar nuevas evidencias de la descomposición que, desde hace ya buen tiempo, se incuba en el interior del grupo de gobierno.
Más allá de las circunstancias en que se desarrolló ese acto para y entre convencidos, y lejos del vacío aparente atribuido a las alocuciones de los dos principales oradores, lo cierto es que esos discursos resultaron sumamente reveladores de la situación actual en que se encuentran en su organización y de los probables cursos que tomará la misma en el porvenir cercano.
Por un lado, el gobernante delegado acabó de confirmar esa su condición y no mezquinó elogios y reverencias para quien lo colocó en el puesto. Que optara por esa ruta, la más cómoda, traduce su propia debilidad, echa por tierra los rumores respecto a que tendría aspiraciones de encabezar una “tercera corriente” y muestra que ya tomó posición (o tuvo que tomarla, para asegurarse en el cargo) frente a su casi invisible cogobernante.
Este último, a su vez, por fin permitió dar sentido a las hasta ahora incontrastables elucubraciones que empezó a propalar desde su posesión, en noviembre de 2020, porque todo indica que en ningún momento estuvo hablando de la sociedad boliviana ni dirigiéndose a los diferentes sectores del país. En realidad, como volvió a hacerlo el pasado 22 de enero, lo único que le interesaba e interesa es poder ser escuchado dentro de la estructura del poder que no deja “volar al cóndor”, en una casi angustiada demanda de reconocimiento y, de ser posible, participación.
De esta forma, se ve que lo que según algunas versiones se perfilaba como una compleja trama de opciones que parecía emerger en el seno de la red corporativa del oficialismo, se reduce en la práctica a una simple bipolaridad entre dos alas. De una parte, la digitada por el ex gobernante fugado que confía en terminar de imponer su “línea” y su gente sobre la endeblez de su delfín y ante la cuestionada incapacidad de los inmediatos colaboradores que le acompañan, varios de doble cara; de otra, con aún tímida presencia, la que pretende edificar aquel que fue relegado a la candidatura vicepresidencial, aunque sin visos de que vaya a lograr salir de su propio acallamiento ni de la marginalidad a que hasta el momento ha sido confinado.
Una serie de señales dadas en las últimas semanas sustenta la percepción de que el conflicto intestino del grupo oficialista no solamente existe, sino que se mantiene en proceso. Los afectados directos aún no saben cómo afrontarla y, por eso, acuden a insistentes llamados a la unidad, a descalificar a quienes aspiran a impulsar movimientos de renovación, a ratificarse en una cada vez más postiza retórica “pachamámica” excluyente y a postergar el tratamiento de sus temas políticamente acuciantes. La activación del punto de ebullición, que transforme tal conflicto en crisis, dependerá de los pasos que unos y otros de los involucrados den en el corto y mediano plazos.
Sí debe quedar claro, además, que los que estuvieron creyendo en una posible proyección propia del actual interinato presidencial se acaban de quedar sin piso y, obviamente, sin futuro. Esto, por lógica, tendría que llevar a una radicalización que decante a los integrantes de los “bloques” o “sectores” enfrentados y a que más temprano que tarde –entendiendo por tarde el 2025– deban medir fuerzas.
Así, lo expresado el pasado día 22 en las palabras de circunstancia dichas en la llamada “Casa Grande del Pueblo” sirvió para transparentar lo que impide dormir a los oficialistas que es, al final de cuentas, el miedo a hacerse demócratas.
El aparato de poder autoritario que habían fabricado les funcionó bastante bien hasta febrero de 2016; entonces, el referendo constitucional dio el primer campanazo ciudadano contra tal despotismo, repudio colectivo que se potenció tras las fraudulentas elecciones de 2019. Pero la onda democratizadora de la movilización nacional ciudadana de octubre-noviembre de ese año también hizo carne en el ámbito interno del grupo que gobierna otra vez y las pulsiones de cambio que éste vive (o sufre) hoy no son explicables sin esos antecedentes fundamentales.
Sin embargo, la historia ya ocurrida, así como las acciones y discursos recientes del bando oficialista conservador, sugieren que este aglomerado de intereses inmediatista continuará su apuesta por el ya fracasado camino de la intransigencia ante la realidad. Su miedo a la democracia podrá convertirse en pánico y, de ahí, sólo una corta distancia le separará de su final definitivo.
¿Habrá habido en las dos décadas del siglo XXI en Bolivia otro aniversario gubernamental tan revelador?
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político