Ya los pensadores de la antigua Grecia habían señalado que todas las formas de gobierno tienden, por naturaleza, a degenerar, pero no llegaron a imaginar que en algún momento podía darse un fenómeno de deterioro político tal que combinara lo más negativo de los regímenes “desviados”. Eso es la kakistocracia.
En la vieja concepción griega es común hallar una clasificación de tres formas gubernamentales (o constituciones) que son consideradas “rectas” –la monarquía, la aristocracia y la democracia–, junto a otra de sus contrapartes negativas: la tiranía, la oligarquía y la anarquía, respectivamente. Este conjunto forma y dinamiza un ciclo en el que la historia ve pasar cada una de estas modalidades en una suerte de secuencia perversa, puesto que la decadencia renace una y otra vez.
Justamente por ello, también los griegos se habían adelantado a buscar salidas que pudieran dar lugar a un gobierno asentado en la virtud y las leyes que fuera capaz de evitar los desmanes y abusos de las ambiciones personalistas, de grupo o de la masa. Así, Aristóteles planteó la politeia, más o menos equivalente a la república, que debía conformarse tanto con elementos democráticos (con intervención del pueblo) como con otros aristocráticos (con participación de las personas meritorias). Y Polibio propuso una fórmula de “gobierno mixto” en que fuese posible lograr una sinergia de lo mejor de los tres regímenes de gobierno más valorados.
Es claro que, en los hechos, esos propósitos no pudieron ser alcanzados y que, al contrario, la humanidad tuvo y tiene que soportar en reiteradas ocasiones nefastos esquemas de poder que, además, se camuflan como lo exactamente opuesto de lo que son.
La realidad de las prácticas políticas carentes de ética (¡Oh, gracias, Maquiavelo!) y envueltas en una variedad de retóricas muestra que hay escaso margen para que se desarrolle y fructifique una voluntad franca de gobernar en beneficio de un país o de su población, pues lo que prima son los intereses corporativos e individuales de quienes acceden a los mecanismos circunstanciales de la dirección social.
De una constatación semejante, amarga y pesimista, nace el concepto de kakistocracia, propuesto por el politólogo italiano Michelangelo Bovero, noción que puede traducirse como “gobierno de los peores” y que, al menos en el razonamiento de este pensador, era nada más un desafiante ejercicio intelectual que invertía la hipótesis de Polibio, la cual, si se concretaba, iba a posibilitar la germinación de un “gobierno de los mejores”.
Sin embargo, Bovero se quedó corto con este su “experimento imaginario”, pues la política concreta aporta hoy pruebas más que suficientes de que el mundo vive, de facto, tiempos kakistocráticos.
La etapa actual es la de los regímenes hereditarios o prorroguistas, del autoritarismo, de la corrupción, de la demagogia, de la mentira, de la desvergüenza.
Es el lapso de los Trump, los Putin, los Kim, los Chávez, los Bolsonaro, los Maduro, los Ortega-Murillo, los Díaz-Canel. Es la fase de los políticos con varias morales, una para cada ocasión, de los gobernantes fonomímicos o enmudecidos y de los delirantes y parlanchines.
Es el tiempo en que la vieja sentencia que decía “Lo que natura non da, Salamanca non presta” resultó cambiada por la de “Lo que populus non da, Salamanca te lo vende”, por un puñado de dólares, obviamente.
Kakistocracia es lo que mejor define esta contemporaneidad. Siempre hay un tiempo para cada cosa y las cosas se acaban, como el tiempo.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov