
Si en la mayoría de redes de TV se sustituyeran los periodistas comentaristas políticos por relatores de fútbol, la diferencia apenas se percibiría. A tal punto ha llegado la descontextualización y el vaciamiento de significado, con que se “analiza” el proceso político electoral en curso. Entre uno de los motivos de base para esta pobreza se encuentra la opción metodológica prevaleciente en los Medios y compartida por muchos “analistas” políticas. Un segundo motivo -es una derivación del anterior- se refiere a la ya universal inclinación hacia el show mediático, con visos de escandalete, en el tratamiento de las noticias políticas.
La situación política que se expresa en este periodo electoral muestra la incapacidad de la sociedad boliviana para alcanzar mínimos acuerdos generales, en cuyo marco los distintos partidos competidores formulen sus propuestas programáticas. Esa incapacidad manifiesta la falta de tradición histórica de acuerdos nacionales y, al contrario, ratifica el tradicional distanciamiento (ideológico, social, político, regional, etc.) interno. Consiguientemente prevalece aquella costumbre, hecha carne en todos los sectores y clases sociales, por encima de los débiles pedidos de acuerdos nacionales.
La situación se caracteriza por la desagregación social del bloque nacional-popular, provocando la consiguiente dispersión política en el país. En la agregación alcanzada entre el 2000 al 2005, el discurso irradiado hacia la sociedad (y en torno al cual se articularon las clases y sectores de clase) tuvo en lo étnico cultural su principal elemento, complementado por elementos discursivos antiimperialistas y nacionalistas. Esa irradiación, socialmente, se asentó en el sector campesino e indígena y alcanzó, en lo inmediato, a mineros, trabajadores fabriles, transportistas, gremiales de las ciudades. Para la formación de este amplio ratio socio-político, fue de gran importancia el hiato cultural y mediante el fenómeno social creado, finalmente, el discurso irradiado incluso alcanzó a las clases medias y sectores de la propia burguesía tradicional.
Aquella convergencia nacional encontró su canal político de expresión en el Movimiento al Socialismo-Instrumento por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP); organizado fundamentalmente en torno al sindicalismo agrario. Ello significa que no fue el MAS quien posibilitó lo nacional-popular, sino al revés. El sector campesino adquirió una gran preponderancia política a tal punto que en su momento tuvo a su cargo la presidencia del país, la presidencia de la Asamblea Constituyente y las presidencias de las cámaras de diputados y de senadores. Pero, lo que esa robustez no tuvo como aval, fue un proyecto nacional hegemónico (entendido lo hegemónico como resultado del consenso y no como la simple imposición de la dominación), sino un proyecto sectorial dominante. Esa imposición de las mayorías a las minorías devino rápidamente en totalitarismo, con lo que se facilitó la corrupción institucionalizada y se develó el carácter delincuencial del proyecto impulsado. Decir que el MAS (o sea lo que hoy aún se prolonga por medio de Evo Morales, Luis Arce y Andrónico Rodríguez) ensayó un proyecto delincuencial no tiene ninguna connotación moral. Al contrario, hace referencia a un proyecto de rápida acumulación económica, por medio de mecanismos extraeconómicos, a fin de oponerse al poderío económico de la burguesía tradicional.
La desagregación del bloque nacional-popular también se manifestó en el plano político; la presencia de sus tres expresiones políticas, hoy en día, es la prueba de esa dispersión. Sintéticamente diríamos que del antiguo bloque se han desprendido las clases medias, sectores populares, por un lado; sectores campesinos e indígenas por otro y finalmente el sector cocalero, particularmente del Chapare (cuyo radicalismo le ha llevado al la “soledad de clase”). Pero también tuvo efectos en el sector social opuesto: el de la burguesía y de las clases medias. En efecto, mientras lo nacional-popular se mantuvo, la oposición de aquellas minorías sociales mantuvo cohesión interna y eficacia política para desquebrajar la posibilidad de la consolidación del proyecto totalitario delincuencial.
La desagregación se manifiesta, pues, en la dispersión política. Lo sorprendente no es esta dispersión, sino la sorpresa que ello causa a muchos periodistas y “analistas”. Sorprenden esas sorpresas, porque en la historia política de este país, la dispersión es la regla y la concentración (como el MNR en su momento o el MAS, durante las dos últimas décadas) es la excepción. Tradicionalmente, el sistema político boliviano fue uno de dispersión moderada y a esa realidad está retornando.
Volvamos al periodo electoral en curso, para añadir que éste se desarrolla en medio de múltiples condicionamientos, de alcance nacional estatal: la crisis económica, la agonía del aparato productivo, la desinstitucionalización del Estado, etc., etc. Peso a ello, resulta llamativa la ausencia de proyectos verdaderamente nacionales, asumiendo que los programas de gobierno ofertados por los distintos candidatos en rigor, no pueden considerarse como proyectos nacionales. Son, en pocos casos, programas de gobierno medianamente serios. Aunque puede alegarse que un programa de gobierno es el primer eslabón de un proyecto nacional, ello sería válido siempre y cuando existiera una ligazón sistémica entre uno y otro, en el marco general de una arquitectura política institucional nacionalmente aceptada.
Pero más allá de esta digresión, incluso puede ponerse en duda la viabilidad de los programas, incluido los más sensatos. Un programa, en último término es la formulación de las demandas que han hecho carne en la sociedad, por un lado y por otro, es su concordancia con el tejido técnico-institucional por medio del que se viabilizará, así como con las voluntades de los actores de decisión política y, por último, con el tiempo disponible. La coherente articulación de estos cuatro elementos, nos habla de la factibilidad o no de un programa. Lo que hasta ahora hemos visto en la gran mayoría de los candidatos, es el resultado de la rienda suelta dada a su afiebrada imaginación.
Para decirlo con claridad; el gobierno que sustituya al MAS será, objetivamente, un gobierno de transición. No solamente porque hay que recomponer al desinstitucionalizado Estado, al inexistente sistema “judicial”, a la corrupta institución policial, etc., sino porque hay una sociedad dividida y actores político-sindicales en permanente estado de apronte. Es poco probable, con este cuadro, que los tiempos mantengan el compás para la aprobación e implementación de cualquier programa de gobierno. Lo es, porque el tiempo político es distinto al tiempo social, al tiempo económico, al tiempo institucional, al tiempo productivo. Así, el tiempo cronológico, que abarca a todos estos tiempos, irá fluyendo partícula de arena tras partícula, dejando en claro que en medio de estos “cambios” en realidad muy pocas cosas cambien.
Si realmente se quieren hacer las cosas con alguna proyección nacional seria, lo menos que debería lograrse es un acuerdo nacional mínimo, como adelantábamos líneas arriba. En el marco de ese acuerdo, cada fuerza política formulará sus propuestas específicas, de acuerdo a la ideología sectorial, de clase, regional u otros. Un acuerdo nacional no es un programa único de gobierno y mucho menos una candidatura única. Un acuerdo nacional es la conformación de los marcos (“tareas”) generales para reconstituir áreas como la economía, la producción, el Estado, la justicia y demás. Aunque este tipo de acuerdos no supongan programa único alguno, tienen la virtud de aislar a los factores contaminantes de la vida política democrática, a la condición que ya hoy muestran; a la condición de factores marginales. En el contexto del clima político consiguiente, los operadores institucionales (parlamento, gobierno e incluso sindicatos y comités cívicos) podrán hacen lo que se supone deben hacer: lograr acuerdos y consensos.
Una primera conclusión a extraer, hasta aquí, se refiere a la infecundidad propositiva de las clases sociales y sectores de clase, para formular proyectos nacionales. Los partidos políticos únicamente testimonian esa infecundidad. Las pugnas internas en las tres versiones del MAS y en las candidaturas de oposición, muestran que la experiencia vivida en las dos últimas décadas ha servido de poco; esta es la segunda conclusión. La incapacidad de asimilar tales experiencias refleja un hábito general. En este país se trata de formular, en medio de la incertidumbre, proyectos viables de corta duración y sólo para sectores particulares.
Por último, es conveniente apuntar una conclusión referida al análisis teórico. En las ciencias sociales resulta un equívoco menos valorar la importancia del enfoque metodológico. Cada objeto de estudio reclama el método que le corresponde y con mayor precisión cada situación por la que dicho objeto atraviesa. En el caso del periodo electoral boliviano es notoria la determinación que asumen las fuerzas sociales y no así los partidos políticos. Ello es así, porque estamos, entre otras razones, ante un sistema de partidos muy pobremente institucionalizado.
Y aunque pueda objetarse esa importancia señalando que en las elecciones no se eligen a clases sociales sino a candidatos propuestos por los partidos políticos, es innegable que, por medio de sus dinámicas, son las fuerzas sociales las que en gran medida utilizan a los partidos al extremo de determinar el juego del poder. No son los partidos los que determinan a las fuerzas sociales, sino viceversa. Si en algo se benefician los operadores de los partidos políticos con esta sujeción, es en sus pequeños intereses particulares, entre los que figuran la corrupción, la impunidad y en general, el beneficio que la administración de la cosa pública otorga.
Ignorar la exigencia metodológica que hemos tratado de sintetizar, lleva a “analizar” el proceso político como la simple sumatoria de anécdotas y, lo que es peor, a no encontrar la significación de tanta aparente irracionalidad política nacional.
El autor es sociólogo y escritor