La consecución de una doble democratización y una triple gobernabilidad es lo que la fórmula presidencial electa enfrenta como retos de carácter decisivo para poder gobernar.
El pasado domingo 18 sucedió lo inesperado; lo indeseado también. Lo peor que se suponía que podía ocurrir era que se tuviera que llegar a una segunda vuelta para recién ahí confirmar la victoria ciudadana nacional de octubre-noviembre de 2019. Sin embargo, a primeras horas del 19, los fríos datos empezaron a mostrar otra realidad.
Un escenario tal, antes que una cacería de presuntos culpables, flagelaciones, arrepentimientos o rumores, exige un examen de los significados que trae aparejados y de lo que se puede y debiera venir.
En primer término, es indispensable reconocer que la transición política iniciada en 2016 continúa su curso, aunque el control relativo de la misma se encuentre por el momento en manos impensadas.
De igual manera, no es posible soslayar el hecho de que el logro fundamental de la movilización de hace un año contra la ilegalidad, el autoritarismo y el fraude, que fue la salida del poder del ex gobernante impostor y de su séquito, está siendo ratificado hoy por gente de su propia organización, que ha urgido a sus candidatos que eviten el regreso de aquellos personajes. Ya la fuga que éstos protagonizaron en noviembre pasado y la negociación político-parlamentaria que viabilizó la instalación del gobierno transitorio abrieron el cauce para que dirigentes y sectores que habían sido utilizados y enmudecidos por el aparato gubernamental que se desmoronó salieran a la palestra, pero ahora esto tiende a volverse una corriente.
Este elemento es determinante: según las señales que se están presentando, el triunfo en las urnas no va a suponer, como seguramente imaginaron los “estrategas” de Buenos Aires, la reposición automática y completa de la corrupta maquinaria que forjaron durante casi 14 años, sino más bien la posibilidad de una renovación de fondo.
Y es aquí donde aparece el reto de la doble democratización. De una parte, se trata de que, en el seno de los ganadores de la votación, el pluralismo de voces, la participación y la honestidad ocupen el lugar del que se les expulsó; de otra, se trata de que su organización, intentando liberarse de toda rémora oportunista, vaya a ser capaz de desenvolverse con y en las reglas de la democracia ante el país.
Tal vez esto se comprende mejor si se recuerda brevemente el trayecto del llamado Movimiento al Socialismo (MAS), que nació en 1987 como una derivación de la Falange Socialista Boliviana fundada por Oscar Únzaga de la Vega en 1937, por lo cual en un inicio se denominó MAS-U (por el apellido de su histórico caudillo). Esta organización se convirtió en solamente MAS en 1995, de la mano de Filemón Escóbar, quien en su calidad de asesor cultural de la Central Obrera Boliviana por esos años trabajó para empalmar ideología, objetivos y acciones con el “Instrumento Político de liberación, anticapitalista y anticolonial” que el VII Congreso de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia determinó constituir en 1996.
Para el siguiente año, con vista a las elecciones generales, el MAS se fusionó con ese naciente Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP), pero todavía intervino en los comicios como parte de la alianza Izquierda Unida. En las elecciones de 2002 sí se inscribió como MAS-IPSP y alcanzó un expectante segundo lugar. En 2005 se alzó con una sorpresiva victoria en las urnas y, maniobras mediante, permaneció en el poder hasta noviembre de 2019, cuando su jefe, candidato ilegal y protagonista del fraude electoral, acabó repudiado por una inédita protesta ciudadana nacional, renunció a la presidencia y huyó al extranjero.
Lo que cabe destacar es que a lo largo de todo ese tiempo de usufructo del poder el MAS, en la práctica y en su nominación pública, se desprendió del IPSP, invisibilizándolo a la par de reducirlo a verdadero instrumento de los intereses de un grupo expropiador que prebendalizó las relaciones con sindicatos y otras organizaciones sociales, a la vez que abandonó los principios ideológicos de la “civilización andina y amazónica” que el “Instrumento” había aprobado en 2001.
Pues bien, los resultados electorales de 2020 parecen haber generado el margen suficiente para que el “Instrumento” se atreva a tomar las riendas políticas, lo que sitúa en posición privilegiada al segundo de los candidatos, pues el primero, además de monotemático y puesto a dedo por el ex gobernante fugado, en los hechos no representa a nadie en la agrupación y tampoco fuera de ella. Ahí se avizora, entonces, una tensión entre facciones con desenlace aún imprevisible, pero de cuya resolución dependerá la actuación democrática que podría tener el conjunto de su organización o su encaminamiento a un nuevo fracaso.
Por si fuera poco, a ese reto de democratización se suma otro de magnitud equivalente: el de la triple gobernabilidad que necesitarán gestionar los futuros gobernantes para encarar la situación presente y desenvolverse durante un quinquenio. Una es la interna, que deberá sortear la ya evidenciada contradicción entre MAS e IPSP; otra, la que implicará buscar consensos en un parlamento tripartito que es hoy territorio inexplorado; y la última, que requerirá responder a las demandas de la sociedad, sus regiones y sectores, así como administrar el Estado y las relaciones internacionales con honestidad, responsabilidad y sentido nacional en un marco con síntomas de crisis múltiple.
Querer montar dos o más caballos a la vez no será, sin duda, la receta para el binomio electo ni para la estabilidad. Los desafíos están planteados; las definiciones no podrán esperar.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov