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Opinión

Relatos falaces en la política latinoamericana

19 de Agosto, 2024
ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
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Entre junio y julio pasados, Latinoamérica fue testigo de dos sucesos políticos que dieron lugar a la fabricación de sendos relatos gubernamentales cuestionados en su credibilidad. Se trató, por una parte, del “golpe de Estado fallido” en Bolivia y, por otra, de la “victoria electoral” oficialista en Venezuela, casos ambos que bien pueden ser descritos como falsos positivos. 

Proveniente ante todo del ámbito médico, la noción de falso positivo hace referencia al resultado erróneo de un diagnóstico. Aplicado al terreno político, cabe nombrar así a una situación que es expuesta en público de manera opuesta a cómo fue o es en realidad.

La región ha conocido esta figura en múltiples ocasiones, siendo el ejemplo contemporáneo más destacado y trágico el de las ejecuciones extrajudiciales de civiles por parte del Ejército Nacional colombiano que procuraba mostrar eficacia en su lucha antiguerrillera y hacía aparecer bajas de combates simulados, en particular durante el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010). Pero ha habido otros, como el del fraude eleccionario perpetrado en Bolivia entre 2017 y 2019, que vulneró la Constitución y desconoció la voluntad ciudadana expresada tanto en el referendo de febrero de 2016 como en los comicios presidenciales de octubre de 2019.

No obstante, a diferencia de tales circunstancias, sobre los hechos más recientes señalados se logró tener suficientes elementos de juicio directos puesto que, sin margen para la discusión, los mismos se desarrollaron ante los ojos y oídos de la gente, a escala internacional. Pese a los esfuerzos oficiales para direccionar la información noticiosa, en el primero de ellos, y de implantar además el miedo, la censura y la persecución, en el segundo, medios periodísticos y redes digitales sin sujeción al poder pudieron difundir lo acontecido desde diversos ángulos, y continúan haciéndolo.

Lejos de querer reseñar lo que pasó, conviene recordar que el 26 de junio último el ahora exgeneral Juan José Zúñiga, quien fuera Comandante General del Ejército de Bolivia, ocupó con vehículos blindados y conscriptos armados la Plaza Murillo, contigua a la sede del Órgano Ejecutivo, y sin intención explícita de tomar el poder declaró a los periodistas que buscaba expresar la “molestia” de los militares por maltratos gubernamentales recibidos. 

Interrogado por la prensa sobre qué más iba a ocurrir, anunció que iría a haber un “nuevo gabinete” y luego tanteó derribar la puerta principal de Palacio Quemado –edificio desde donde ya no se gobierna–, aunque dicho ingreso estaba abierto. Entonces entró y se encontró con toda una comitiva presidencial que ahí le esperaba, para luego de hablar con ella y ser increpado salir sin haber conseguido ningún objetivo reconocible. Poco después, sin ofrecer resistencia alguna, fue aprehendido por la policía en instalaciones del Estado Mayor del Ejército, aseverando que hizo lo que hizo en respuesta a una solicitud del propio presidente del país que “necesitaba popularidad”.

Contra las normas militares, ese exgeneral había efectuado previamente reiteradas declaraciones políticas, en la última de las cuales, ante la pregunta de quienes le entrevistaron en un programa televisivo cruceño, dijo el 25 de junio que, en defensa de la Constitución, estaba dispuesto a apresar al expresidente que hoy disputa la candidatura 2025 del llamado Movimiento al Socialismo porque –indicó– está impedido de hacerlo por ley. Eso generó variadas críticas y le costó la destitución de su cargo al día siguiente. 

El gobierno rechazó la versión de Zúñiga sobre la presunta complicidad presidencial a que éste aludió y consideró el hecho como un alzamiento planificado al que calificó de “golpe de Estado fallido”. Sin embargo, por la manera en que se desenvolvió todo lo acontecido, ese relato oficial quedó rodeado de un buen número de dudas razonables.

En el otro fiasco, las elecciones presidenciales efectuadas en Venezuela el 28 de julio acabaron ensombrecidas por maniobras del gobierno en funciones que, al final de ese día, luego de una interrupción en el sistema de recuento (¿déjà vu del 2019 boliviano?) y sin que fueran presentados resultados comprobables, fue declarado vencedor de esos comicios, pese a que estudios en boca de urna tanto como datos de los recintos de sufragio y de observadores extranjeros no comprometidos con el régimen dieron por ganadora a la oposición, con una notable diferencia de votos: 4 millones más que el perdedor.

Casi de inmediato, tras que el servicial Consejo Nacional Electoral proclamara al presidente-candidato para un nuevo período de seis años, las multitudinarias protestas ciudadanas –comprendidas las de significativos sectores de la población anteriormente afín al oficialismo– no se dejaron esperar, a la par que empezó a desatarse la acción represiva gubernamental, de las fuerzas policiales y militares en coordinación con otras paramilitares (“colectivos sociales” armados), para tratar de imponer la versión del supuesto éxito eleccionario. 

El autoritarismo estatal recrudeció sus medidas violentas en estas tres semanas, con más de dos decenas de víctimas mortales, miles de detenciones arbitrarias, bloqueo de espacios digitales, censura noticiosa, amenazas de procesos judiciales, acoso y agresiones a ciudadanos, anulación masiva de pasaportes, marcado de domicilios de los disidentes y una creciente campaña de desinformación que –además– habla de que la “derecha fascista” quiere dar un “golpe de Estado”. Al mismo tiempo, el esquema fraudulento desplegó una cortina de humo sobre los reales resultados de las ánforas, que se niega a publicar pese a que así lo mandan las leyes y lo exigen los venezolanos que votaron por el cambio junto a un número creciente de países de América y Europa, incluidos algunos –Brasil, Chile y Colombia– que eran vistos como aliados ideológicos “naturales” del régimen de Caracas.

¿Qué falló en estos casos? Algo sencillo: los relatos gubernamentales no coinciden con los hechos. Y esta no es una cuestión que se pueda reducir a una mera confrontación de “narrativas”, algo a lo que todavía aspiran los inventores del “golpe” de 2019 en Bolivia en su afán de ocultar o al menos desvirtuar el timo y la fuga que protagonizaron.

En otras palabras, sus correspondientes ideadores no se percataron de tres pequeños detalles: 1) que la historia, la realidad de lo sucedido, no es lo mismo que lo que se cuenta de ella; 2) que la puesta en escena, o sea la producción del acontecimiento, no es lo mismo que su puesta en cuadro, es decir, que aquello que es captado de esa escenificación y el modo cómo lo difunden las informaciones respectivas, y 3) que el sentido final de esas informaciones –lo que se entiende de ellas– es definido por quienes las perciben y no por aquellos que las emiten. Estos últimos, cuando más, pueden aplicar controles al montaje del hecho, pero si, de paso, esta operación es tan mala como en la “asonada” boliviana de junio y en el posterior “triunfo” del gobierno en los comicios venezolanos, es claro que la única ganancia que podrán esperar será la ilegitimidad.

De todos modos, tal vez la falacia de tales relatos haya proporcionado un circunstancial consuelo a sus pretendidos héroes, pues el de Caracas celebró el 26 de junio que el “golpe de Estado fascista” hubiese sido “derrotado” en Bolivia, mientras el de La Paz le retribuyó gentilezas el 28 de julio felicitándole por haber “respetado la voluntad del pueblo venezolano en las urnas”.

El autor es especialista en comunicación y análisis político.