Las transiciones constitucionales “nunca son asuntos legales”. No obstante, los precandidatos no se animan a postular una reforma constitucional. Paradójicamente, Evo es el único que la plantea a veces. Por las urgencias que sufrirá el próximo gobierno, les aterra la ciénaga de una Constituyente, pero eso por una perpleja reverencia a la rigidez de la Constitución actual. Se cree que no hay otra vía para cambiar sus artículos más espinosos.
La Constitución vigente fue el “texto de La Lotería, por el edificio paceño donde trabajó la Comisión de Revisión y Estilo”. El autor de esa frase no es un antimasista, sino Rubén Martínez Dalmau, uno de los ingenieros constitucionales valencianos a sueldo el 2009. La publicó en el libro de 2011 ¡Ahora es cuando, carajo! Del asalto a la transformación del Estado en Bolivia, coordinado nada menos que por Alfredo Serrano (director de CELAG) e Íñigo Errejón.
Unos abogados españoles metieron mano en la Constitución, pero su aprobación por el voto le dio peso político. El punto es modificarla igual, sin tragarse todos los artificios jurídicos de los españolitos, por un lado, ni intentar borrar la historia nacional, por el otro, indignando con discursos retro a la sociedad boliviana contemporánea.
La Constitución de 2009 contiene varias minas enterradas. Es en parte una constitución partisana, diseñada para sujetar el porvenir al sesgo militante de sus autores, “a nombre de perpetuar una voluntad popular supuestamente original y auténtica” (Jan-Werner Müller). Esas minas causan conflictos constitucionales serios, como vimos entre 2016 y 2019.
Por ejemplo, un futuro gabinete sudará frío entre atraer inversiones gasíferas sin arbitraje internacional (prohibido constitucionalmente) o incluirlo en contratos que resulten delictivos. Es que, según la Constitución, es “traición a la patria” violar el régimen de recursos naturales. Obviamente que esa no es una garantía jurisdiccional, aunque esté en el capítulo que las regula. Extirparla tampoco dependería de una asamblea constituyente.
Los españoles adaptaron la tesis de Carl Schmitt sobre la moderna “dictadura soberana o constituyente” para crear un nuevo orden. Ahora también podemos acudir a Schmitt. Este, citando a Bodino -el “inventor” de la soberanía-, subraya “como característica de la soberanía la no vinculación a las normas en caso de necesidad”. Para Schmitt, siguiendo a Rousseau (favorito de los ibéricos), “la voluntad popular es anterior a cualquier constitución, por tanto, ninguna puede considerarse una forma definitiva de la voluntad popular”.
Por eso la soberanía popular, inalienable, puede también reformar la Constitución en un referendo. La necesidad nacional incluso justifica cambiar normas en teoría reservadas a la asamblea constituyente, salvo por las que afianzan una sociedad en paz, abierta y sin discriminaciones.
El Pacto de San José es supraconstitucional y prevé el derecho de participar directamente (por referendo) en la dirección de los asuntos públicos. Para hacerlo efectivo, los Estados firmantes deben adoptar medidas legales “o de otro carácter”. No estamos, pues, supeditados a una constituyente.
El mecanismo de reforma total de la Constitución por una asamblea constituyente “plenipotenciaria” (es decir, capaz de suprimir derechos y garantías) expropia la soberanía popular, sometiéndola y limitándola, en vez de que ella mande. La estabilidad constitucional no depende de candados, sino de la fortaleza de un proyecto nacional.
Hasta Martínez Dalmau reconoce que la “heterodoxia constituyente” de 2009 se subsanó “finalmente con el referéndum constitucional (…) es el referéndum el que finalmente legitima la nueva Constitución”. Si recuerdan, en 2008 una ley interpretativa permitió los heterodoxos ajustes del Congreso al proyecto de constitución de la Constituyente. Pues bien, la Asamblea Legislativa tiene hoy potestad interpretativa de la Constitución por ley.
Y con la reforma previa de algunas leyes, como la del Régimen Electoral y el Código Procesal Constitucional, barreríamos los escollos menores con que se apuntaló la inflexibilidad de la Constitución. Vaya risa, el Tribunal Constitucional sí puede reacomodarla a gusto, ¿pero nosotros, el soberano, no?
El autor es abogado