Cuando el llamado Movimiento al Socialismo (MAS) llegó impensadamente al poder, en diciembre de 2005, no se esperaba que lo que se anunciaba como una incipiente posibilidad de cambio para la política boliviana acabara en una degeneración antidemocrática extrema tras su paso por el gobierno. La decisiva crisis de octubre-noviembre de 2019, que lo frenó en seco, mostró al final que se trataba de un cascarón vacío y con doble cara.
Qué factores –personajes, intereses, actitudes, determinaciones y circunstancias– alimentaron su carácter vano y le condujeron al abismo autoritario es algo que todavía queda por dilucidar, aunque es claro que el extravío del proyecto transformador que decían alentar sus iniciadores empezó con la temprana entrega de esa organización a quienes nada tenían que ver con sus orígenes campesinos y, en parte, obreros.
Así, en poco más de 13 años, ese “movimiento”, que hacia mediados de los años noventa quiso albergar un sueño de futuro con justicia social, apareció reducido a un engendro, una criatura contrahecha, como dice el diccionario castellano.
¿Cuál fue el camino que siguió esa deformación? De eso es de lo que trata el libro Producción y reproducción de desigualdades – Organización social y poder político, publicado hace poco por los investigadores Luis Tapia y Marxa Chávez, mismo que presenta un serio análisis de ese proceso (puede hallarse la versión digital en https://cedla.org/publicaciones/obess/produccion-y-reproduccion-de-desigualdades-organizacion-social-y-poder-politico/ ).
Dos conclusiones fuertes de ese diagnóstico señalan que, en concreto, la extensa administración gubernamental del MAS (enero 2006 a noviembre 2019) dejó sin modificar las estructuras económica y social del país, al tiempo que consolidó la base extractivista de la acumulación capitalista boliviana.
La política económica adoptada, explican los autores, favoreció a los empresarios privados de los hidrocarburos, la minería, los bosques, la ganadería y la agroindustria que, casi en general, operan para el mercado externo. Diversas normas aprobadas en cerca de tres lustros fueron básicamente beneficiosas para los representantes de esos rubros, así como para los del comercio, las finanzas y para los cocaleros, todos quienes conforman ahora un “bloque dominante ampliado”.
La expansión desproporcionada de la frontera agrícola –que se prevé pasará de 3,6 millones de hectáreas en 2016 a 13,6 millones en 2025 en favor de la agroindustria–, la apertura de zonas de reserva y la intervención de territorios comunitarios en pro de la explotación petrolera y las plantaciones de coca, así como la reforma impositiva calificada de “nacionalización del gas”, entre otras acciones, dan cuenta de una “combinación de capitalismo de Estado en el área de los hidrocarburos con un régimen neoliberal en el resto de la economía”.
El pacto de la burocracia estatal con los “núcleos corporativos” tradicionales y nuevos, dicen Tapia y Chávez, instrumentalizó al Estado y lo erigió en “gestor de la clase dominante”. Ese aparato de gobierno “se hizo cargo de la articulación del bloque y de los intereses de la clase dominante, de tal modo que esta no necesitaba estar en persona en el Poder Ejecutivo nacional”.
Entre los productos de tal dinámica, se recreó el momento colonial de “conversión de los pueblos agrarios en pueblos extractivistas”, el margen de soberanía alimentaria quedó limitado a un tercio, los intereses campesinos fueron supeditados a los de la agroindustria, el 82% de la fuerza de trabajo se mantuvo en la informalidad, el índice de pobreza fue mayor al 61% para 2019 y, en síntesis, el orden social imperante quedó inalterado.
En la visión de los autores, el poder político alcanzado en esos años por el MAS se fundó en su control de las decisiones estatales (ocupación de la estructura de gobierno), el sometimiento de todos los órganos públicos, la administración de una economía circunstancialmente fortalecida, sus alianzas con el anterior bloque poderoso y la fabricación de una “sociedad civil aparente” que le proporcionó respaldo legitimador.
Esto último, sostienen, fue operado mediante la “cancelación de la autonomía política de sectores corporativos” –las organizaciones sindicales–, la neutralización del parlamento, la “penalización de la acción política autónoma”, la práctica de “intercambio de bienes” (prebendas por apoyo), la “representación simbólica” de intereses y sujetos subalternos en el discurso, las pequeñas compensaciones de asimetrías sociales (bonos) para garantizar la reproducción del orden, las amenazas contra centros generadores de conocimiento y medios de información críticos, la opción por la “mentalidad monológica” (inhibición del diálogo público), la “cancelación discrecional de derechos” y la “clausura de la ciudadanía”.
Con todo ello, más la inversión de sentido de su retórica defensa de la Madre Tierra por la que el oficialismo acabó considerando a los indígenas como obstáculo para el desarrollo (claramente en el caso del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure), ese esquema desembocó en una “desinstitucionalización desdemocratizadora” cuando desconoció los resultados del referendo constitucional de 2016 que prohibía la reelección continua de autoridades, conducta que supuso “el completo abandono del régimen democrático y el paso a un régimen autoritario”. El fraude de 2019, entonces, no fue sino otro hito en la continuidad de esa trayectoria.
Hay muchos más elementos de juicio en el libro mencionado, pero los referidos hasta aquí parecen ya suficientes para tener una radiografía del MAS como engendro político. Una vez visto esto, creer que los mismos progenitores de tal “fenómeno” podrían reconducirlo es, cuando menos, una ingenuidad.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov