El Estado ha creado el proceso penal para terminar no sólo con la ley de la selva y la justicia por mano propia, sino también como un método científico para la tutela de los derechos fundamentales del ciudadano y la resolución pacífica de los conflictos jurídicos. En realidad, el proceso es el subrogante de la guerra, un modo de domesticarla, en el que todavía se advierte su contenido bélico porque se habla de vencer o perder y se recurre al juez para no tener que recurrir a las armas.
En esta dinámica el proceso sirve al derecho y el derecho sirve al proceso. Y si no estuviese el proceso no podría hacerse el derecho; pero tampoco podría hacerse el proceso, si no estuviese el derecho. El proceso tiene el propósito de preservar la Constitución y la Constitución sirve para defender al proceso. La Constitución constituye la norma fundamental y fundamentadora del proceso (cualquiera sea la materia).
Aunque todo proceso requiere para su desarrollo un procedimiento, no todo procedimiento es un proceso. El proceso se caracteriza por su finalidad jurisdiccional compositiva del litigio, mientras que el procedimiento se reduce a ser una coordinación de actos, relacionados o ligados entre sí por la unidad del efecto jurídico final; es decir, la noción de proceso es esencialmente teleológica, y la de procedimiento es de índole formal.
El proceso tiene que estar al servicio de la supremacía constitucional y la defensa de los derechos y garantías fundamentales. En el proceso tiene que hacerse realidad el mandato constitucional de que “toda persona será protegida oportuna y efectivamente por los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, y que el “Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones” (arts. 115-120 y 180.I).
En esta línea, “ninguna persona puede ser condenada sin haber sido oída y juzgada previamente en un debido proceso”; además, “las partes en conflicto gozarán de igualdad de oportunidades para ejercer durante el proceso las facultades y los derechos que les asistan. En estos términos la Constitución proclama el debido proceso que exige, entre otras garantías, que toda persona sea oída por una autoridad jurisdiccional competente, independiente e imparcial…” y a ser juzgada en su idioma.
El proceso justo, que es una garantía básica para todo tipo de proceso, abarca en realidad varios elementos como la necesidad de que el juicio concluya dentro de un plazo razonable, la independencia e imparcialidad y competencia de los jueces, el acceso directo a los tribunales, el derecho a ofrecer y producir pruebas, la motivación de las resoluciones, etc.
El Tribunal Constitucional ha pregonado que el debido proceso es el derecho de toda persona a un proceso justo y equitativo, en el que sus derechos se acomoden a lo establecido por disposiciones jurídicas generales aplicables a todos aquellos que se hallen en una situación similar. Esta garantía comprende la potestad de ser escuchado presentando las pruebas que estimen convenientes en su descargo (derecho a la defensa) y la observancia del conjunto de requisitos de cada instancia procesal, a fin de que las personas puedan defenderse adecuadamente ante cualquier tipo de acto emanado del Estado que pueda afectar sus derechos.
Hay que recordar que el Órgano Judicial está para combatir los abusos del poder político o de los particulares; sin embargo, hay casos donde se hace y se ha hecho exactamente lo contrario: la justicia ha sido el instrumento para abusar del poder. En los últimos tiempos, por ejemplo, vemos que se inventan procesos penales para vulnerar los derechos fundamentales, especialmente de los opositores políticos, y esto constituye una perversión no sólo de los derechos fundamentales sino también del Estado Constitucional de Derechos y el sistema democrático, que reconoce el orden constitucional.
El autor es jurista y autor de varios libros.