¿Cómo se explica que el grupo en el poder se empeñe tan abiertamente en una verdadera guerra de baja intensidad contra la historia, la memoria y las libertades de la población a la que pretende gobernar?
En lo que va de la democracia boliviana reciente desde 1982, mientras la mayoría de los ciudadanos y de los propios gobernantes consiguió preservar la continuidad del régimen recuperado en octubre de ese año, sólo hubo dos circunstancias que marcaron el rumbo contrario: una tuvo lugar entre febrero y octubre de 2003, la otra entre febrero de 2016 y noviembre de 2019, que fueron momentos-síntesis de descomposición política y rebeldía colectiva.
En ambos casos, sus respectivos responsables desoyeron los datos de la realidad y se dedicaron a caminar, con obsecación, por la senda del suicidio. Uno de ellos, en su final político, se llevó consigo a todo el sistema de partidos; el otro, terminó de echar por tierra la carcomida e ilusoria estructura que le habían fabricado para encumbrarlo y aprovecharse de él. Sólo un cierto estado de enajenación parece capaz de dar cuenta de ese tipo de comportamiento auto-destructivo; pero la figura no siempre es tan simple.
Ya en 1897 Émile Durkheim, uno de los fundadores de la Sociología, se ocupó de desvirtuar las supuestas razones de los suicidas, aquellas que, por ejemplo, aparecen en “cartas de despedida”, ciertas o atribuidas, y desarrolló una teoría que vinculó esas muertes voluntarias a la presencia o ausencia de cohesión social.
En esa lógica, y sin que se descarte por completo la vertiente psicologista, conviene echar un vistazo a las condiciones anómicas que vienen creando los operadores del apadrinado binomio gubernamental actual.
Lo primero que puede observarse es su intensa fabricación de “enemigos”. A la fecha, una lista no exhaustiva de esta categoría incluye a sus propios seguidores o ex seguidores críticos, las agrupaciones políticas de oposición, las autoridades departamentales y municipales recién electas y las organizaciones sociales fuera de su control, la iglesia católica, los militares, los policías, los médicos, los medios y periodistas que no se someten y, en general, la ciudadanía rebelde de 2019. Y hay que sumar a ese conjunto a la Unión Europea, la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y gobiernos extranjeros (Gran Bretaña, Estados Unidos y Chile, por ejemplo).
Aunque seguramente este espectro será ampliado en los días siguientes, el denominador común que según el oficialismo distingue a ese “bloque” es que se trata de representantes de la “derecha”, el “imperio” y el “golpe”. Esta forzada demarcación de actores evidencia que lo de “nacional” (o “plurinacional”) casi no le calza al gobierno; en otras palabras, al sector oficioso le va quedando cada vez menos de Bolivia.
Debe entenderse, por tanto, que mientras intenta mantener la fidelidad de sus convencidos y otros “amigos con beneficios”, pierde al resto, que ahora es la mayoría; o sea, se aísla y deslegitima, aceleradamente además. Eso, en política, puede significar, como lo mostraron ya 2003 y 2019, un paso seguro hacia el despeñadero.
El otro elemento reconocible es que ese accionar confrontacional del grupo en el poder –que viola normas, vulnera derechos y altera la verdad–, aparte de buscar rearticular sus debilitadas fuerzas, pretende atemorizar al colectivo y disimular su ineficiencia en la gestión estatal. La cacería policíaco-judicial de la oposición o la reciente desgarradora denuncia contra el “capitalismo genocida” que no le deja vacunar (¿no que China y Rusia, sus aliados, iban a ser sus principales proveedores?) son apenas la expresión patética de su impotencia e incapacidad encubiertas. Su estratagema de “disparar contra todo”, aunque sugiere que todavía podría luchar, sólo esconde su endeblez.
En el vacío en que se encuentra, el esquema oficialista no parece tener mejor leitmotiv que justifique su pálido y frustrante tránsito por la política del país que entregarse a la negación compulsiva del fracaso histórico, derrumbe y huida de su predecesor y patrocinador. Una vida carente de sentido y que se sumerge cotidianamente en las profundidades de la mentira reiterada puede ser, como se sabe, otro factor conducente a la decisión de abandonar el mundo.
Así, como promotores de una agresión social generalizada y caracterizados por la ineptitud, la mendacidad, la irrepresentatividad y la marginalidad, ¿se habrán percatado los que gobiernan de su tendencia suicida? Los hechos dicen que no. Y eso lo explica todo.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov