Octubre está a punto de confirmarse como el mes-símbolo de la recuperación de la democracia. Las votaciones del domingo 18 serán fundamentales para ello.
Hace 38 años, luego de una secuencia casi ininterrumpida de regímenes militares que comenzó en 1964, Bolivia volvía a vivir bajo las garantías constitucionales y era escenario de la instalación del primer gobierno de la democracia reciente. El 10 de octubre de 1982, la asunción presidencial del Frente de la Unidad Democrática y Popular liderado por Hernán Siles Zuazo y Jaime Paz Zamora marcaba, así, el tiempo de un nuevo comienzo para la política en el país.
El
trayecto, sin embargo, fue sumamente accidentado. Esa experiencia inicial tuvo
que enfrentar el fuego cruzado de los partidos conservadores, el sindicalismo
radical y el empresariado privado, y lo hizo además en un contexto de explosión
de las demandas sociales de dos décadas, una inflación casi incontrolable y la
amenaza latente del golpismo uniformado.
El
peligro inminente del regreso al autoritarismo llevó a que el presidente Siles adelantara
para 1985 las elecciones nacionales y entregara el poder a Víctor Paz
Estenssoro, del Movimiento Nacionalista Revolucionario, quien de inmediato estableció
un rígido plan antiinflacionario junto al programa neoliberal de ajuste estructural
y se alió más tarde con la Acción Democrática Nacionalista del ex dictador Hugo
Banzer Suárez.
Empezó
entonces un lapso de 17 años en que los acuerdos inter-partidarios para
conformar gobierno se hicieron norma. A eso se le dio el mal nombre de “democracia
pactada”, designación errónea por cuanto la democracia siempre implica
negociaciones y consensos. Pero ese modelo político hizo agua entre 2000 y 2003
y se volvió a configurar una situación de profunda crisis que terminó con la
práctica expulsión de la escena política de todas las organizaciones partidarias
que protagonizaron esa etapa.
El 17 de octubre del último año citado representó un segundo gran momento de ratificación de la voluntad democrática de la ciudadanía, pues se aseguró el orden constituido y Carlos Mesa Gisbert sucedió en la presidencia a Gonzalo Sánchez de Lozada, quien renunció al cargo como producto de la resistencia civil de los sectores populares y medios a las desatinadas medidas económicas que pretendía ejecutar. A ello coadyuvaron, cómo no, la soberbia de la “clase política” –que ya había perdido toda relación con la realidad de la gente– y la represión militar que ordenó el gobernante provocando la muerte de más de 60 personas en El Alto.
Sin embargo, la inestabilidad que luego sobrevino condujo a la dimisión del débil gobierno de Mesa, que tenía enfrente al parlamento, los sindicatos cocalero y campesino especialmente y sólo contaba con el respaldo decreciente de una difusa opinión pública urbana en el occidente del país. En una averiada sucesión constitucional (pues dejó fuera de carrera a los presidentes del Senado y la Cámara Baja), un gobierno de emergencia se ocupó de organizar nuevas elecciones para finales de 2005, las que dieron un triunfo inusitado al Movimiento al Socialismo, el cual no necesitó de alianzas para hacerse del poder.
Otra vez la democracia logró subsistir y la expectativa general se centró sobre todo en las posibilidades de concertación nacional y renovación ética que podía traer la llegada de nuevos actores políticos. No obstante, el curso de las circunstancias mostró relativamente pronto que no era posible esperar mucho. Para 2009 el rumbo ya había sido fijado y señalaba con claridad que el cambio que se proclamaba sólo era la fachada de las ambiciones de un grupo que, desde entonces, perdería toda noción de realidad, se envanecería al máximo y apelaría a todos los recursos disponibles para tener el control permanente de la nación.
Ese nocivo proyecto contra el pueblo y la Constitución dio después otros pasos que acabaron de situarlo fuera de la ley: el desconocimiento de los resultados de un referendo que dijo NO a la reelección presidencial indefinida (2016), la absurda invención de un “derecho humano” a esa reelección (2018) y la habilitación irregular de los candidatos oficialistas para un cuarto mandato gubernamental consecutivo (2019). Esa serie de conductas fraudulentas fue completada en los comicios de hace un año con la manipulación de los datos electorales y el rechazo a la segunda vuelta que correspondía llevar a cabo.
Fue entonces que resurgió octubre. Una movilización ciudadana nacional se irguió contra la impostura y la prepotencia e hizo retroceder a los autoritarios que, ya sin legalidad, habían perdido también la legitimidad. Veintiún días de rebelión pacífica –“¡Nadie se rinde!”– precipitaron el derrumbe de ese esquema de poder que por casi 14 años seguidos administró el Estado discrecionalmente. Y se volvió a abrir el horizonte democrático.
El próximo día 18, a casi un año de esos acontecimientos, la convicción que surja de las urnas debe ser un homenaje a la memoria de esa victoria multicolor. Octubre de 2020, al igual que en 1982, 2003 y 2019, será así, una vez más, el octubre de la democracia.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov