El 10 de diciembre de 1948, se aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos, donde se reconoce y proclama que la “libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.
Los ideólogos de esta declaración recuerdan que los horrores de la segunda guerra mundial impactarían de tal forma sobre el conjunto de la humanidad, que se iba a generalizar un sentimiento de rechazo total, y la necesidad de su rectificación histórica. Y establecían la consigna que como “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. El Estado tiene que garantizar y promover la dignidad, por cuanto constituye la esencia y fundamento de los derechos humanos, que proclama el Estado Constitucional de Derecho.
El constitucionalismo del siglo XX ha tenido el acierto de elevar la dignidad de la persona, a la categoría de núcleo axiológico fundamental y fundamentadora, de los derechos y de las garantías básicas de la persona. La dignidad entraña ineludiblemente la libre autodeterminación de toda persona para actuar en el mundo que le rodea. Es una cualidad intrínseca, irrenunciable e inalienable de todo ser humano, que debe estar asegurada, respetada, garantizada por el orden jurídico nacional e internacional, y no desaparece por más bajo y vil que sea la conducta y sus actos de la persona.
La dignidad constituye un valor material central de la Ley Fundamental, derivando del mismo un amplísimo reconocimiento de los derechos humanos y una multiplicidad de mecanismos de garantías. A tiempo de recordar que la dignidad humana es un derecho que engloba a todos los demás y constituye el fundamento de los derechos humanos, Néstor Pedro Sagüés, aclara que resultaría un valor absoluto, incluso superior al valor vida, ya que éste puede ceder en aras, por ejemplo, de la defensa de la patria o cuando se hace uso de la legítima defensa, mientras que la dignidad debería actuar siempre —aún el condenado a muerte, v. gr., tiene el derecho a ser ajusticiado con dignidad de trato—.
Los derechos (fundamentales y humanos) son universales, y progresivos; constituyen el fundamento básico de toda comunidad social, pues sin su reconocimiento quedaría conculcado el valor supremo de la dignidad de la persona, en el que ha de encontrar su sustento toda sociedad civilizada. Sin embargo, hay derechos humanos que todavía no han sido positivados y aquí radica la mayor diferencia con los derechos fundamentales; por ejemplo, la eutanasia, la objeción de conciencia, entre otros. De ahí que todos los derechos fundamentales son derechos humanos, pero no todos los derechos humanos son derechos fundamentales. Ambos son inherentes a toda persona por el mero hecho de su existencia humana.
Las declaraciones de derechos de las personas, que los Estados deben respetar, asegurar y proteger, surgieron de los movimientos revolucionarios con la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y la revolución francesa. Los derechos fundamentales son criatura del poder, vienen definidos y sostenidos por éste, ya que sin poder que lo respalde, una norma no pasa de ser una buena recomendación o consejo.
El derecho traza cauces, líneas de conducta, pautas organizativas; define competencias y establece sanciones que se reglamentan en las normas jurídicas, y éstas se caracterizan por su obligatoriedad e imperio. Y para asegurar el disfrute de los derechos individuales existe el Estado, entendido como un pacto, un acuerdo entre hombres libres, que se someten voluntariamente a una autoridad. El Estado solo tiene sentido cuando se convierte en escudo protector, pero cuando ese poder político (institucionalizado) representa una amenaza social, el pueblo tiene el legítimo derecho de rebelarse contra sus gobernantes, revirtiendo de nuevo el poder al soberano o comunidad.
Los derechos humanos han evolucionado y en muchos países se encuentran consolidados y salvaguardados; sin embargo, el mayor desafío sigue siendo limitar el poder político para garantizar no sólo los mismos derechos sino también el sistema democrático y los valores constitucionales.
El autor es jurista y autor de varios libros.