Probablemente la denominación de “América Latina” o “Latinoamérica” sintetiza uno de los procesos más exitosos en la construcción de una identidad regional y, por su extenso recorrido, resulta poco probable que pueda llegar a ser sustituida, aun en el largo plazo. Ahí, la fórmula de “Abya Yala”, candidata hace más de cuatro décadas a reemplazarla, no termina de mostrarse prometedora.
Cada grupo humano, lo mismo que cada individuo, necesita reconocerse en algún nombre que deslinde lo que tiene por su particularidad. Tal distintivo, en el caso de las colectividades, suele derivarse de una adscripción territorial, una pertenencia cultural o social, una vinculación a una determinada circunstancia histórica e, incluso, de todo eso a la vez. Sin embargo, más allá de esos posibles orígenes, lo central es que el término o los términos que compongan la nominación adoptada resuman cierto aspecto compartido, fundado y relevante de la autopercepción mayoritaria del colectivo correspondiente y sean asumidos por éste con convicción.
Así, la idea de la latinoamericanidad, cuyo sentido combina elementos geográficos con otros de orden idiosincrático y de la memoria social, posee una fuerza que interpela a gran parte de quienes pueblan la región, a lo que se añade su significado político de representar a la “otra América”, opuesta a la del norte, la anglófona, esa que se autodefine de modo totalizante, absorbente, como “Estados Unidos de América”, es decir, de “toda” América.
El calificativo “americano”, que también era usado por los sudamericanos hasta antes de la constitución de las repúblicas, perdió paulatinamente capacidad abarcadora y acabó como sinónimo de “estadounidense”, circunscripción que no consigue superar. Hacia mediados del siglo XIX la noción de “América Latina” entró en escena, aunque le llevó cerca de una centuria adquirir carta de ciudadanía en la dirección de rebeldía, contraposición y autonomía aquí sugerida.
Es claro que “Latinoamérica” es un denominativo que da cuenta de la configuración contemporánea del área y los países que la conforman, esto es, que traduce su carácter heterogéneo y complejo, en que lo endógeno y lo exógeno interactúan de diversos modos, lejos de mitos fundacionales (“raza cósmica”), imágenes ilusorias (“sociedad perfecta”) o pragmatismos homogeneizadores (“gran patria”).
Los casi cien años que debieron transcurrir para la estructuración y posterior inicio de la proyección de “América Latina” o “Latinoamérica” como factor aceptado de identificación fueron tensos. Entre otras razones, porque durante ese tiempo no sólo que la región tuvo que perfilar las aristas de un concepto propio –diferente del que el imperio francés buscó establecer en su momento respecto de lo “latino”–, sino porque además hubo de enfrentar batallas intelectuales, políticas y diplomáticas en torno a otras opciones identitarias presentes en la pugna por la neocolonización. “Hispanoamérica”, “Panamérica” e “Iberoamérica” fueron etiquetas enarboladas en esa confrontación. No obstante, “América Latina” resultó victoriosa y, con ella, una plataforma regional permanente para la afirmación, la divergencia y el pluralismo.
Más tarde, se sumaron a la lucha variadas voces defensoras tanto de la herencia de los pueblos precolombinos –idealizada en muchas ocasiones–, como de aquella otra, más bien criolla, que se derivó de la etapa colonial. Surgieron entonces apelativos como “Indoamérica” (José Carlos Mariátegui), “Preamérica” (idea tomada por Fausto Reynaga) o “Nuestra América” (José Martí); los dos primeros casos daban valor a la condición originaria de los nativos del subcontinente y el último a la aspiración diferenciadora del movimiento independentista regional.
En una línea más o menos similar, y con fuerte inspiración indianista, a mediados de la década de 1970 el boliviano Constantino Lima Chávez, fundador del Movimiento Indio Tupaj Katari y creador de la wiphala por esos mismos años, planteó cambiar “América” por “Abya Yala”, en alusión a lo que dijo que era el nombre que el pueblo cuna (kuna o guna) de Panamá había asignado al territorio continental desde épocas inmemoriales.
Traducida, en una acepción, como “tierra en plena madurez”, la expresión “Abya Yala” no aspira entonces a desplazar solamente a “Latinoamérica” (parte sur de un todo mayor), sino a “América” (el todo). Empero, esta designación no se pregunta si en tiempos precolombinos los pobladores nativos conocieron efectivamente toda la geografía del lugar y si la bautizaron como un conjunto. A la vez, no deja de ser una versión sesgada y uniformizadora, pues reduce la visión a la de un grupo humano para nada homogéneo y pasa por alto las realidades distintas e internas de las dos Américas hoy. Pierde, por tanto, eficacia para cobijar, bajo una identidad común y presuntamente ancestral, a un continente actual, diverso (indo-afro-latino) y atravesado por las desigualdades.
Si “América” no convence ni convoca por nombrar una unidad falaz, la propuesta de “Abya Yala” enfrenta límites semejantes. Así, por fuera de posiciones retóricas, pretender ser “abyayalenses” aparece poco propicio.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político