Ingenuamente, iba a sugerirle a Evo que, al llegar a La Paz, reserve unos minutos para comprarse el Manual de vida de Epícteto. Está disponible en una librería del centro, en edición de bolsillo. Puede leerse de un tirón, echado en la vagoneta blanca desde la que Evo, de rato en rato, acompaña la marcha, según reportes creíbles de sus detractores.
Evo también podría ojear ese Manual cuando le toque reposar. Aunque, por las ansias de retorno al Estado que exhala, Evo no es muy proclive al dolce far niente (cada uno con sus colmos, pero vivir como él, atosigado por partidarios fervientes e invadido por adláteres empalagosos, se asemeja mucho a esa frase de Sartre: “el infierno son los demás”).
Si fuera menos adicto al activismo y más afín a meditar, Evo hallaría en el Manual de vida materia para estresarse menos por el poder, la gloria y el mando. A esos tres embusteros se los usa para reparar infelicidades crónicas, compensar afectos ausentes o curar inseguridades, pero nuestra importancia efímera ante los demás no ahuyenta a esos fantasmas.
¿Qué lugar ocuparé en Bolivia?, se pregunta Evo a cada minuto. Epícteto le contestaría: “el que puedas, guardando fidelidad y modestia. Pero si menosprecias esas cosas, ¿cuál será el auxilio que le darás con tu deslealtad e imprudencia?”
Epícteto divide las cosas que están bajo nuestro arbitrio, de las que no. Entre las primeras, la opinión, el apetito, el deseo; entre las segundas, justamente la gloria, el poder de dirigir, la riqueza. Como buen estoico que además fue esclavo, Epícteto juzgaba que lo que está en nuestro albedrío es por naturaleza libre, no puede impedirse ni prohibirse. En cambio, lo que está sujeto al arbitrio de otros es esclavizante, débil, sujeto a impedimentos.
Como Evo no es muy de libros, al menos le vendría bien un colaborador curioso de hojear a Epícteto. Este aducía que si tenemos por libres las cosas que son esclavas y por propias las ajenas: “…te verás impedido, llorarás, te inquietarás, te quejarás de los dioses y de los hombres”. Evo repite que Lucho, David y Álvaro son traidores, y que Goni, Tuto y Mesa fueron maléficos con él. Así, a veces parece que Evo está efectivamente “lloriqueando”, como le dijo con ácido Tuto Quiroga.
Claro que Epícteto también aconseja que: “ni sobre principios o doctrinas discurras mucho con idiotas”. Pero ojalá que Evo tenga siquiera un amigo iluminado. Uno que sienta más cariño por él que por el poder que irradie su regreso a la presidencia.
A diferencia de Evo, sus enemigos no pueden recurrir a lecciones afables como las de Epícteto. Como gobernantes, están atados a la opinión de los demás (nosotros), y a responsabilidades que nadie quisiera para su libertad, tranquilidad y felicidad. Es inevitable pensar, pues, en Las Catilinarias de Cicerón, con ese conocido inicio que sindica a un Evo romano, llamado Catilina: “¿Hasta cuándo ya, Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia? ¿Por cuánto tiempo aún estará burlándosenos esa locura tuya? ¿Hasta qué límite llegará, en su jactancia, tu desenfrenada audacia?” Ninguno llegará a ser un Cicerón por leerlo, pero a las autoridades les daría pistas de los retos hasta personales que enfrentan. De paso, mejorarían su estilo, aunque tengan deberes más candentes.
Catilina era lo que llamaríamos ahora un populista de izquierda; Cicerón, un republicano conservador, aunque no era patricio y se lo consideraba un advenedizo. Cicerón era cónsul (gobernante) y tuvo claro respecto de Catilina que: “…nunca con semejante enemigo dentro de la ciudad, habríamos podido librar a la república de unos peligros tan grandes”.
Cicerón no se hacía ilusión sobre su propio futuro, pues, como cónsul podía concitar el odio de mucha gente: “con todo, si sientes algún temor a hacerte odioso, sábete que no es más temible la impopularidad causada por una severa firmeza que la que proviene de una culpable flojedad”. Y Cicerón también rogaba: “yo velé porque las intenciones aviesas de hombres tan osados no les causaren ningún daño; ahora les corresponde a ustedes vigilar que no me lo causen a mí”.
El autor es abogado