La Ley de convocatoria a la preselección y elección de las principales autoridades judiciales exige que haya, como postulantes, 50% de hombres y 50% de mujeres. Sin embargo, las féminas no se han postulado en la cantidad suficiente (y las pocas postulantes no han cumplido los requisitos generales y específicos y han sido inhabilitadas), con lo cual hay quienes consideran que hay que ampliar la convocatoria para que las mujeres puedan ejercer sus derechos políticos de participar en la conformación del poder judicial.
Es cierto que la Constitución exige el respeto al principio de la representación equitativa por género en todos los espacios de poder. El artículo 210 de la Constitución establece que la organización y funcionamiento de las organizaciones políticas no sólo deben ser democráticos, sino además que en la elección interna de las dirigentes y los dirigentes y de las candidatas y los candidatos de las agrupaciones ciudadanas y de los partidos políticos en todos sus niveles, se garantiza la igual participación de hombres y mujeres.
Está clarísimo que la Constitución reconoce lo que se conoce como el principio de la representación equitativa y las mujeres tienen el legítimo derecho de participar en la conformación de las Altas Cortes. Pero se trata de un derecho fundamental que lo pueden ejercer o no; nadie está obligado a ejercer sus derechos. El mandato constitucional y legal es que las mujeres tienen el derecho de concurrir, en igualdad de condiciones, siempre que reúnan los requisitos y condiciones exigidas en la normativa específica.
Aunque desde el siglo XX han existido grandes avances y un ascenso vertiginoso de las mujeres en muchos sentidos, el poder femenino aún no se hace sentir en la conducción política, salvo algunas excepciones como el caso de las ex presidentes Lydia Gueiler Tejada (1979-1980) y Jeanine Áñez (2019-2020). En general, las mujeres no son las grandes protagonistas porque los dirigentes varones han sido históricamente los “dueños” de los espacios políticos.
En cualquier caso, llama la atención esta subestimación y alto déficit de protagonismo, ya que la población femenina sobrepasa el 50% a nivel nacional. Las grandes decisiones políticas las monopolizan los hombres y pobre de las féminas ministras, por ejemplo, que intenten contradecir, oponerse o pretendan disputar la autoridad del presidente y macho caudillo. En la anterior Asamblea Legislativa, salvo Adriana Salvatierra y Gabriela Montaño, las mujeres no ocuparon puestos jerárquicos ni tenían poder de decisión.
Aun cuando la revolución de 1952 permitió que todos los bolivianos sean considerados como iguales y concretó el voto universal, lo cierto es que los espacios de poder siguen en manos de la masculinidad. Y entonces comenzó a demandarse la Ley de Cuotas, siendo la primera la de 1997 que asignaba un 30% de esos espacios a las mujeres. Más tarde se impuso que un 50% de mujeres sean incluidas en las listas de candidaturas para las elecciones generales y legislativas, situación que aún no se cumple pero tampoco reclaman las damnificadas.
La Ley busca imponer criterios de paridad y alternancia en la conformación del poder público, de modo que en todos los espacios se tenga el 50% de mujeres y el 50% de hombres. Con esta finalidad, los estatutos de los partidos políticos y agrupaciones ciudadanas deben incorporar un régimen interno de despatriarcalización para la promoción de la paridad y equivalencia, la igualdad de oportunidades y la implementación de acciones afirmativas, a través de una instancia interna como parte de su estructura decisional.
El régimen de la despatriarcalización debe establecer claramente acciones de prevención y procedimientos, instancias competentes, sanciones y medidas de restitución de derechos en casos de acoso y violencia política; acciones para promover la igualdad de género; mecanismos y procedimientos internos para dar seguimiento a denuncias de acoso y violencia política; y planes y programas para promover la paridad y la igualdad de género entre la militancia. Por tanto, el poder femenino tiene que ejercer sus derechos (o renunciar a los mismos), como ha ocurrido en el caso de la preselección judicial, y la masculinidad tiene que reconocer esos espacios, legítimamente conquistados, y dejar de usar el discurso de la igualdad de género como simple retórica.
El autor es jurista y autor de varios libros