En democracia se cuentan los votos; nunca las cabezas cortadas. Los votos apoyan opciones distintas y, por tanto, en la democracia no siempre se gana. Las libertades y las normas se respetan, los adversarios no son enemigos, se trabaja por el bien colectivo mediante acuerdos que las partes honran. La palabra se cumple y mantiene.
Es claro, sin embargo, que hay gente en Bolivia que desconoce estas bases de la legalidad y la legitimidad democráticas. El problema –muy grave, por cierto– es que esa gente hasta ocupa puestos de autoridad a los que llegó gracias a las reglas de las que reniega sin pudor.
A menos de 5 meses de asumir, el gobierno parece haber convertido en su sola razón de ser la ejecución de un plan para reponer y prolongar la fracasada experiencia autocrática que a fines de 2019 resultó expulsada de la historia nacional, objetivo para el cual no ha dudado en encarnar el triste papel del esbirro.
Su actuación de los últimos 15 días terminó de echar por tierra la escasa expectativa que había despertado su instalación. Aunque se anticipaba su incapacidad para ser portador de renovación y autonomía, no se esperaba que sucumbiera tan pronto en las fauces de un oscuro monstruo que brama mientras se desangra.
De ese modo, alrededor de 20 semanas han sido suficientes para hacer evidentes las limitaciones del binomio gubernamental delegado, cuya fonomímica es cada vez más desafortunada e indisimulable.
¿Puede el país esperar que en el mediano plazo vaya a producirse algún cambio mínimamente razonable en este esquema? Todo indica que no. Al contrario, es previsible que el poder en las sombras de los fugados de hace dos noviembres no cese en ampliar su control para, al final, reaparecer. Entretanto, los que fingen ser ministros, jueces, parlamentarios, comandantes o dirigentes, hablan y actúan en su representación, ornados con la escenografía de periódicos, radios y televisoras “del proceso”.
En menos de un semestre, el gobierno ahijado hizo los méritos necesarios para parangonarse con el de su padrino, con la salvedad de que a éste le tomó casi 2 años empezar a descarrilarse. Así, precozmente, la misma ruta está ya trazada.
Sin haber demostrado ninguna razón que le haga objeto de consideración, y con la frustración electoral de los comicios subnacionales como carga, el órgano ejecutivo no ha encontrado mejor tarea que intentar borrar la historia reciente a la vez que reprimir la conciencia ciudadana y la memoria colectiva. La andanada de causas, denuncias y amenazas judiciales que comenzó a desatar, junto con la serie de irregulares aprehensiones que ordenó por móviles políticos, constituye el inicio de una peligrosa purga antidemocrática.
En tal afán, la “paranoia del golpe” volvió a la palestra. La fijación enfermiza con esa idea falsa, encubridora del fiasco en que culminaron la violación constitucional y el fraude perpetrado, empuja a sus protagonistas a esbozar argumentos “defensivos” de aparente coherencia, sin base real y cuya pretensión de verdad sólo puede asentarse en la vulneración normativa y la coacción, sin olvidar el aditamento indispensable que trae consigo un delirio de estas características: la victimización del verdugo.
En los hechos, el oficialismo tutelado acaba de inaugurar una agresiva campaña de control social extendido, anulación de los opositores y sujeción completa de los poderes establecidos. Esto último ya casi lo ha conseguido; las otras dos metas aún están en curso. Su logro significaría la decapitación de la democracia, o de lo que queda de ella.
Este recurso a la guillotina está acompañado del mensaje “ejemplarizador” que los poderosos del momento esperan sembrar con arbitrarios encarcelamientos “preventivos”, en particular en el caso de la ex presidenta Jeanine Áñez Chávez, a quien buscan someter con un castigo anticipado usado, además, como el viejo espectáculo del suplicio corporal que servía a los regímenes tiránicos para entretener y atemorizar a las masas.
No obstante, como la historia lo ha demostrado fehacientemente, lejos de asegurar una dominación, el proceder autoritario más bien revitaliza principios e ideales libertarios, potencia símbolos y abre cauces de legítima rebeldía. Un verdugo nunca más tiene paz. Y, no se olvide, entre tanto condenado, aun el rey terminó guillotinado.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov