Que las fuerzas políticas en una democracia se dividan en oficialismo y oposición es lo normal; lo inusual, por no decir anómalo, es que los que llevan la contra sean un problema intestino de los que gobiernan.
Sin que sea la primera vez que se presenta una situación así en la historia nacional reciente, en este momento se vive una experiencia inédita.
Por ejemplo, en el gobierno del Frente de la Unidad Democrática y Popular (1982-85), el papel obstaculizador del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria, una de las fuerzas de esa alianza, desembocó en la candidatura presidencial forzada de su jefe y entonces vicepresidente de la república, Jaime Paz Zamora, en las elecciones adelantadas de 1985. Y durante el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-97), la cotidiana actuación discordante de la Unidad Cívica Solidaridad, parte de la coalición oficialista, fue igualmente perturbadora, aunque al final se trató de una disonancia poco relevante y sin consecuencias.
Lo que sucede ahora, en cambio, tiene un carácter claramente diferente. La todavía vigente dirigencia del llamado Movimiento al Socialismo (MAS), que designó a sus candidatos a la presidencia y vicepresidencia del país para los comicios de 2020, los ha negado al menos en tres ocasiones luego de que resultaron electos y les ha declarado una guerra abierta cuyas manifestaciones verbales y de hecho van in crescendo.
A poco de haberse instalado como gobierno, cuando el nuevo oficialismo rechazó recibir las directrices del exgobernante que fugó en 2019, voceros del MAS vinculados a él afirmaron que la actual estructura en el poder no tiene relación alguna con esa organización. Más tarde, en dos de sus frustrados congresos de unidad, informaron primero de la “auto-expulsión” de sus dos representantes principales en el esquema gubernamental –dizque porque no habían asistido al encuentro inicial– y hace escasos días anunciaron su “expulsión”, debido a que les definieron como “traidores al proceso de cambio”.
La confrontación en ascenso y la consecuente ruptura que se avecina en esa organización son, sin duda, un subproducto de la asfixiante conducción a que la misma fue sometida desde 2006 y que llevó a la implosión de octubre-noviembre de 2019, pero hoy se explican centralmente por la todavía irresuelta disputa entre dos pretendientes a la candidatura presidencial del MAS para 2025, que pugnan asimismo por el control de la sigla y de la jefatura de esa agrupación.
Además, al ser un conjunto de grupos de interés articulados coyunturalmente en torno a cálculos de obtención de privilegios y puestos de trabajo, el MAS no dispone en realidad de un cemento ideológico que asegure su unidad interna, por lo que, en función de gobierno, debe responder a las demandas o caprichos de sus sectores integrantes, cada cual con una determinada pero variable capacidad de presión. Esto, una vez eliminado el verticalismo del caudillo renunciante, supone un estado de tensión permanente en su interior y acentúa la actividad de la “oposición incorporada”.
En el régimen democrático, la oposición está compuesta por las fuerzas políticas que, con o sin presencia parlamentaria, despliegan acciones críticas y a veces propositivas respecto de quienes gobiernan, en vista a proyectarse como opciones reales para sustituirles en el poder mediante la alternancia electoral.
En Bolivia hace varios años que se carece de una oposición auténtica, pues el MAS se encargó de neutralizarla, desacreditarla o desanimarla por distintos procedimientos, desde los judiciales hasta los policíaco-militares. La multitudinaria movilización ciudadana nacional que en 2019 reaccionó contra la concreción del fraude electoral orquestado desde 2017 no terminó de encontrar el cauce político-institucional que la exprese y constituya como un proyecto gubernamental de reemplazo. En todo caso, habrá que ver si la proximidad de las elecciones 2025 alienta alguna dinámica en ese sentido frente al agotamiento de una propuesta de transformación que mostró sus verdaderos límites y rostro en 2009, sufrió su mayor fracaso estratégico diez años después y aún se resiste a admitir su inviabilidad.
Sin embargo, esa vacancia que existe para una alternativa de poder parece estar siendo víctima de los efectos distractivos del ya prolongado enfrentamiento entre dos facciones del MAS que se desconocen mutuamente pero que, en conjunto, buscan montar el simulacro de que el destino político del país debe jugarse apenas entre ellas.
La oposición intragubernamental, en los hechos, no es un problema nacional, sino de quienes pelean por espacios de mando en su agrupación y en los órganos estatales. Este choque tiene que llegar a su desenlace en el corto plazo, con el resultado probable de que los contendientes acaben disminuidos y necesitados de pactos, a menos que sus niveles de hostilidad se intensifiquen y provoquen algún tipo de respuesta radical recíproca, que tampoco les sería beneficiosa.
En lo concreto, empero, la oposición interna debilitó y condicionó el accionar del oficialismo, electoralizó toda su gestión, le desvió de su tarea efectiva de gobernar y, más grave aún, dañó de forma severa la posibilidad de que los temas que urgen a la población llegaran a ser atendidos por las autoridades. La crisis actual también resulta de esto.
El autor es especialista en comunicación y análisis político