Una característica de los regímenes “progresistas” que surgieron en varios puntos de América Latina desde finales de la década de 1990 ha sido su pretendido vínculo con el ideario socialista, el cual, como es sabido, en último extremo propone la eliminación de la propiedad privada, la consiguiente disolución de las clases sociales y la desaparición del aparato estatal de dominación.
Esto, por lógica, tendría que haber conectado a tales esquemas con los planteamientos revolucionarios del materialismo histórico o marxismo y, además, por su localización en el subcontinente, con la experiencia diversa del “marxismo latinoamericano”. En los hechos, sin embargo, los diferentes casos que ejemplifican a los gobiernos de tal vertiente mostraron y evidencian –los que todavía subsisten– que se trata de fenómenos de otra índole.
En orden cronológico, y sólo a título de ilustración, puede mencionarse al “bolivarianismo” en que dice sustentarse el “chavismo” en Venezuela, que se remite a la epopeya de Simón Bolívar, personaje completamente distante del socialismo y cuyo proyecto dejaba afuera a casi la mitad de la población y la geografía de la zona, representada por Brasil. De ahí, seguramente para compensar ese déficit, que el fallecido militar Hugo Chávez tuvo que recurrir a la receta radical discursiva del “socialismo del siglo XXI” que le proporcionó el sociólogo marxista alemán Heinz Dieterich, quien terminó abandonándole desencantado por su actuación.
Otro momento estuvo marcado por el inicio –casi inesperado– del “kirchnerismo” en Argentina, puesto que Néstor Kirchner alcanzó la presidencia en 2003 ante la decisión de Carlos Menem, que había salido primero en la etapa electoral inicial, de retirarse de la competencia en la segunda vuelta. Su retórica sobre la creación de un “capitalismo nacional”, a la usanza del Juan Domingo Perón de finales de los años cuarenta, con la resultante necesidad de la conciliación clasista, hablaba claramente de reformismo, lo que más tarde fue reproducido por los dos gobiernos de su esposa y luego viuda, Cristina Fernández.
En el caso boliviano, el “evismo” fue alimentado por un lenguaje antiimperialista y antioligárquico matizado con componentes indigenistas, se propuso apaciguar las desavenencias regionales preexistentes mediante la constitucionalización –en realidad inoperante– de la plurinacionalidad y la autonomía, al tiempo que proclamó una abstracta “revolución democrática y cultural” que asentó sobre una base económica cuya índole neoliberal afirmó haber anulado por decreto, aunque sin haberle desactivado el cerebro. Tal fue la ilógica idea de un “capitalismo andino-amazónico”, apelativos que supuestamente hacían que el capitalismo dejara de ser lo que es.
En Ecuador, el “correísmo” y su “revolución ciudadana” siguieron caminos semejantes, aunque con el importante aditamento diferenciador de una cierta conciencia dirigencial respecto a los alcances reales –nada revolucionarios, en verdad– de su accionar. Esto se hizo patente cuando Rafael Correa admitió, en 2012, que “Básicamente estamos haciendo mejor las cosas con el mismo modelo de acumulación, antes que cambiarlo”.
Así, la “ola progresista” estuvo signada por el empleo utilitario de la esperanza socialista para, en última instancia, legitimar los intereses de los nuevos grupos privilegiados que accedieron a la administración del poder. Su profunda dependencia de la explotación y exportación de materias primas (commodities), con precios internacionales altamente fluctuantes, derivó en su declive ya a inicios de 2016, a lo que se sumó el creciente rechazo social que acumularon las aspiraciones continuistas de la mayoría de sus representantes, las cuales supusieron la conversión autoritaria de sus gobiernos y la neutralización fáctica de las expectativas populares de libertad, justicia, participación y pluralismo.
Con la declinación del “ciclo progresista” quedó al descubierto que el socialismo al que citaban sus autoproclamados “revolucionarios” no era sino casual, circunstancial, de conveniencia. Lo hecho por los gobiernos que formaron esa red caudillista, como lo que intentan hacer los que se consideran sus herederos, solamente confirma ese aprovechamiento retórico de los ideales de la transformación social estructural en beneficio de un conocido y viejo patrón de dominación.
Ese “socialismo accidental”, sin embargo, fue (y es aún) una práctica rentable para muchos en la región.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político