MARKO A. CARRASCO LUNDGREN
La Teoría de Juegos se creó en el campo de la Economía, pero trascendió a otras áreas porque permitió entender mejor la conducta humana ante la toma de decisiones. Básicamente, la misma nos dice que el resultado de la interacción entre participantes con intereses diversos, es determinado por la forma en la que estos se condicionan e influyen unos a otros. Dentro de esta teoría, el problema más utilizado es el llamado “dilema del prisionero” en su versión clásica, que nos dice que dos individuos pueden elegir no cooperar, incluso si esto va en contra del interés de ambos. El razonamiento por separado de cada prisionero (el dilema plantea un escenario de dos prisioneros acusados de robo que están en celdas separadas) hace que al final, cada quien tome la decisión que es mejor para él individualmente y no la que podría ser la mejor para ambos. A los prisioneros les juega en contra la falta de información y la imposibilidad de analizar la situación juntos.
Tanto la teoría en sí y el dilema, son útiles para empezar a entender lo riesgoso que resulta en el momento actual, la ausencia de dos aspectos cruciales para nuestra existencia como comunidad: la noción de interdependencia y la capacidad de comunicarnos. Hemos alcanzado un punto en el que circula en el aire – además del virus – una sensación de que se tiene que hacer todo, pero no se puede hacer nada. Hoy, cuando se habla de la necesidad de un pacto para enfrentar la crisis, ese momento en el que vemos desfilar todas nuestras contradicciones como sociedad día tras día, el accionar de la clase política no hace más que acentuar en la ciudadanía, el sentimiento con el que cuesta más lidiar en tiempos de crisis, la incertidumbre. Sin embargo, ese estancamiento, conocido también como “punto muerto”, halla responsabilidad tanto en los políticos como en nosotros como sociedad civil. Los primeros no son capaces de entender que, para materializar cualquier pacto, para reivindicar la política y su verdadero sentido, es necesario concebir la realidad como una red de interdependencia en la que existe también el adversario. De parte nuestra, está el haber levantado casi todos los puentes que puedan cruzarse para encontrar al otro en su relato. Inundando las redes de posturas que se engordan solo con la validación del que piensa igual a uno, hemos pasado a achicar espacios que originalmente se pensaron para interactuar; bajo el justificativo de alinearnos a principios ideológicos de vida, hemos puesto bajo el tapete la fractura de relaciones interpersonales valiosas. Tristemente, el distanciamiento social ha solidificado lo último, porque, aunque ingenuamente creamos que la presencia mediada por una pantalla puede ser suficiente, es en los cuerpos donde realmente se registran los códigos de la sociedad y donde yace, por ende, la posibilidad de desentramar experiencias comunes. En resumen, somos esos dos prisioneros separados uno en cada celda, que al no poder escucharse, acaban negándose ambos la posibilidad de reducir su condena.
El escenario no es del todo alentador, la ausencia de los elementos mencionados previamente se ve condimentado, además, con lo único de lo que la mayoría de nuestros líderes parecen estar conscientes, el uso instrumental de la violencia colectiva. No tanto como ejercicio de orden, si no desde su existencia como posibilidad anulatoria, no como monopolio coercitivo legítimo, si no como amenaza a la existencia en comunidad. Quienes disputan el poder hoy en día, se han convencido de que promover la posibilidad de violencia colectiva en el imaginario de la ciudadanía, es el mecanismo más eficaz para anular al adversario y para ganar tracción con sus propios adeptos. Lo hacen activando límites, historias y relaciones que ya han acumulado otras historias de violencia en el pasado, es decir, echando sal a una herida todavía muy fresca. Operan poniendo frente a frente a actores violentos con otros que se resisten aún a serlo, coordinando campañas de destrucción y convenciendo a sus seguidores de que la amenaza viene inevitablemente del otro, del que piensa y dice distinto.
La ausencia de institucionalidad estatal que promueva una pedagogía de la paz no es de ahora, es algo que dejaron pendiente todos, incluso quienes gobernaron con el precepto de “vivir bien” como bandera en el último tiempo. De todas formas, exigir en este momento políticas de “arriba hacia abajo” en torno a lo común no resulta muy útil, entre un gobierno transitorio y una pandemia, experimentamos una situación de excepcionalidad en la cual muchos marcan su paso bajo la lógica definitiva de “primero lo urgente, después lo importante”. Está en manos de la sociedad civil definir si la estrategia de avance será tensar más la red y ver cuánto aguanta antes de romperse o sentarse lado a lado para tejerla y empezar a repararla. Y aunque pareciera que estamos inclinándonos por lo primero (lo notamos en las discusiones ideológicas inmóviles en las que caemos estos días, o en el peor de los casos, en la auto censura que se imponen muchos solo para evitar confrontar), quizás podemos lograr abrirnos a lo que tiene para decir el otro si bajamos el volumen de nuestras opiniones, si somos más selectivos con cuándo alzar la voz y cuándo aportar con silencios para escuchar mejor.
Marko A. Carrasco Lundgren es politólogo