En el país hay una aceptación/resignación generalizada de vivir en crisis hace más de un año, pasar del conflicto postelectoral de 2019 a la emergencia sanitaria, se sintió, al menos al principio, como una especie de continuo en la adversidad. El escenario hoy es distinto y la atención de la pandemia abarca casi toda la agenda, pero los efectos de toda aquella violencia política permanecen latentes, hace poco bastó una carta de una ciudadana al presidente del Estado en redes sociales, observando el absurdo mensaje de “aguantar”, para revelar todo lo que hay guardado bajo la alfombra. En el mismo sentido, después de la muerte de Felipe Quispe, más que muestras de respeto hubo acusaciones y cuestionamientos, una especie de disputa de quiénes son los que “merecen” llorar a los muertos y discusiones sobre a cuáles hay que despedir y a cuáles condenar.
Resignarse a la crisis provoca y permite muchas cosas, por ejemplo, que el gobierno exprima hasta la última gota los errores de la administración de Añez a manera de chivo expiatorio o que medios y analistas normalicen y aprovechen la polarización porque en tiempos de crisis esta se extrapola a otros aspectos de la vida, más allá de temas políticos; pero lo que la crisis no llega a responder es eso que poco a poco la gente empieza a preguntarse más seguido, ¿por qué cuesta tanto la empatía para con el otro - ese que piensa distinto - incluso en un momento en el que lo que tenemos todos en común es navegar la adversidad? Las señales de que hay una historia de violencia que nos afecta a todos son cada vez más notorias, así como la ausencia de voluntad para mirar el legado de ese pasado reciente de frente, no para cambiarlo, si no para transformar nuestra relación con él.
El reclamo de no encontrar indicios de parte del Estado para implementar una política clara y honesta de reconciliación nacional, no tiene que ver con moralizar la memoria, porque no existe ninguna obligación de gestionar la memoria a nivel individual. Reconstruirse como individuo implica muchas cosas y seguro hay aspectos que queremos dejar en el plano privado y no compartir o revivir, después de todo el derecho al silencio es algo que también hay que reivindicar. Pero a nivel colectivo, no pensar y al menos ofrecer una estrategia de avance a través de la gestión de ese pasado de violencia, es convertir el enigma de cuándo y cómo se reavivará la memoria de ese pasado, en una mera bomba de tiempo. Después de todo el olvido es un mecanismo de supervivencia, no una estrategia sostenible de avance y sanación social.
¿Por qué echar a andar un proceso en el que la gente hable de cosas que agiten el avispero? Primero porque para los pueblos, transformar la relación con un pasado de violencia colectiva implica más que reconstruir episodios atroces como una suerte de investigación criminal donde la sentencia de una justicia subordinada al poder de turno, sella la suerte de unos y otros. Que no quepa duda, la quema de buses y casas en La Paz, el saqueo de negocios, la caravana de Vila Vila, los mineros baleados, las muertes en Montero, la represión mortal en Senkata y Sacaba, la persecución política injustificada, las ambulancias apedreadas y el oxígeno bloqueado en pleno colapso sanitario, son todas atrocidades. En la psicoterapia, el objetivo de narrar un hecho traumático es integrar el hecho y no erradicarlo, en el caso de las sociedades que fueron expuestas a episodios de violencia masiva, la gestión de la memoria se fundamenta en el poder transformador de desentramar silencios que el miedo y la vergüenza instalan, de hablar sobre lo que está “prohibido” hablar para asignarle sentido a lo que es una nube de irracionalidad. Después de todo, como decía James Baldwin: “No todo lo que se enfrenta se puede cambiar, pero nada se puede cambiar hasta que no se enfrenta”.
Lo segundo es cuestionable, pero no por eso descartable, se trata de preguntarnos si las políticas de memoria son útiles para tener mejores democracias o no. Al respecto, Elizabeth Jelin, una pionera en los estudios de memoria en América Latina, apunta dos cosas para abrir la discusión. La primera es que tener memorias solo de los lugares centrales y no brindar espacio para las memorias subalternas es reproducir hegemonía y que por eso el género, la etnicidad y la clase social son importantes en el trabajo de gestionar el pasado. Pone como ejemplo el secuestro del hijo del rector de una universidad ante la represión de indígenas que en ciertos casos no hablan castellano, entre ambos, uno tiene un capital social y cultural que lo hace mucho más protagonista. La segunda es que el silencio o la negación, pueden ser una salida en un Estado totalitario, pero no en una democracia, ya que toda actitud y/o política negacionista del pasado lo único que hace es revictimizar. Esto principalmente porque lo anterior crea una dinámica de transmisión de silencios que lo que provoca cuando se pone en perspectiva intergeneracional, es todo lo contrario a cohesión social. Sabemos que tanto los traumas como las glorias se pasan de una generación a otra, incluyendo agravios y “ajustes de cuenta” pendientes.
Sanar es retornar a un estado original de salud: reparar, reconstruir y restaurar. Pero dadas las fisuras estructurales del Estado boliviano, irresueltas hasta el día de hoy, quizás la tarea sea usar el pasado reciente de violencia como una oportunidad no para volver al punto donde se estaba antes, si no para transformar y trascender. Después de todo la idea de retomar el pasado no es para nada saturarse, al contrario, es aportar nuevas perspectivas que nos sirvan en relación con el presente. Con la aparición de la vacuna para el coronavirus estamos, ojalá, ante el fin de un periodo que ha mostrado que no estamos listos para lidiar con crisis globales y de largo aliento, justamente el tipo de crisis que nos toca enfrentar como generación, que avanza sin pausas y en la que nos jugamos nuestra supervivencia como especie. Lo cierto es que uno de estos días la pandemia habrá cesado y nos daremos cuenta que los asuntos que arrastrábamos antes de que empiece, siguen ahí. El problema es que los desafíos que planteará ese nuevo escenario, tendremos que enfrentarlos en medio de rencores y desconfianza. O quizás no, quizás lo anterior está reservado para ser el próximo chivo expiatorio, la próxima excusa para decir que no estamos a la altura del reto porque nos heredaron un país lleno de resentimientos. Puede que “Vamos a salir adelante” sea un mensaje efectivo de campaña, pero no es suficiente para una nación que necesita volver a (re)conocerse/conectarse.
Marko A. Carrasco Lundgren es politólogo