
El escritor Mario Vargas Llosa advertía que el comunismo ya no era el enemigo principal de la democracia liberal, sino el populismo y sus políticas erráticas (El País de España de marzo de 2017). Aquel sistema político oprobioso dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario.
Los países comunistas que sobreviven ‒Cuba, Coreo del Norte, Venezuela‒ se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció ser la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El exitoso novelista considera que el comunismo es una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones.
Pero a diferencia de lo que muchos creíamos, que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral ‒en el sentido más tóxico de la palabra‒ que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el tercer mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos, están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del brexit, la presidencia y reelección de Donald Trump, entre otros casos.
Vargas Llosa se pregunta ¿qué es el populismo? Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. El escritor identifica como ingrediente central del populismo al nacionalismo, la fuente después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Y el racismo que se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país.
El populismo tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo, es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Eso se convierte de manera dramática en los Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país había sido tan grande, y nunca había estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la globalización.
El populismo frenético e irracional de Trump lo tiene convencido de que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin riesgo para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no solo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.
Y la pregunta ¿Se puede combatir el populismo? Vargas Llosa responde que sí y cita como ejemplos a los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos que echaron a Rafael Correa, los bolivianos que derrotaron a Evo Morales, que buscaba la reelección a punta de fraude, y la resistencia de los venezolanos que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen buscando la libertad, entre otros.
El premio nobel de literatura tiene clarísimo, sin embargo, que la derrota definitiva del populismo y sus líderes mesiánicos, como fue la del comunismo, la dará la realidad (la dura realidad), el fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo. Y claro, cualquier parecido con nuestra realidad es pura coincidencia.
El autor es jurista y autor de varios libros.