Los preparativos para las elecciones subnacionales de marzo próximo acaban de hacer visible la segunda ola de los efectos democratizadores del hartazgo ciudadano que se exteriorizó a inicios de 2016.
El 21 de febrero de ese año, en un referendo, el 51.3% de los votantes le dijo NO a la aspiración continuista de los que llevaban gobernando más de una década y pretendían ser reelectos otra vez en los comicios de 2019. Sin embargo, ese grupo, que ya casi se sentía dueño del poder, decidió desconocer ese mayoritario rechazo a sus ambiciones y vulneró todas las normas posibles, incluida la Constitución, para imponer su capricho.
Al final de aquel día, teniendo pistas de la tendencia negativa de las urnas, las promesas oficialistas previas de acatar la voluntad popular (“así se perdiera por un solo voto”) se convirtieron en amenazas contra el Tribunal Supremo Electoral, que prácticamente fue conminado al silencio hasta que llegaran datos de áreas rurales que –se dijo– iban a dar la victoria al SÍ. Tal improbable milagro no sucedió y el 23 de febrero, antes de lo imaginado por los perdedores, el tribunal, que aún no estaba controlado, confirmó la derrota.
No obstante, y sin el más mínimo pudor, el gobierno anunció que analizaría diferentes opciones para alcanzar, como le fuera posible, su cometido de que se autorice una nueva reelección (la tercera consecutiva). Su codicia, al final, le llevó inclusive más lejos, pues el tribunal constitucional que estaba a su servicio aprobó en 2017 una resolución que estableció el “derecho humano” de los gobernantes a la reelección sin límites de tiempo.
Esa determinación autoritaria se consumó en las elecciones del 20 de octubre de 2019, pues los candidatos oficialistas fueron irregularmente habilitados. Los resultados preliminares difundidos hacia las 8 de la noche de ese domingo dieron una diferencia de 7 puntos porcentuales entre los gobiernistas y la opositora Comunidad Ciudadana, lo que significaba que tenía que llevarse adelante una segunda vuelta en que la reproducción del poder no aparecía como la opción favorita. Pero el candidato gubernamental se apresuró a declarar que había ganado su cuarta elección, ya que sólo se debía esperar (¡oh!, coincidencia con 2016…) los datos de la votación en áreas rurales.
A la vez, el sistema de “Transmisión de Resultados Electorales Preliminares” del para entonces ya sujeto tribunal electoral fue repentinamente interrumpido y sólo volvió a operar 23 horas después. Para el día 25, ese tribunal anunció la victoria del oficialismo con poco más de los 10 puntos (10.57) necesarios para evitar el balotaje. Y entonces comenzó la primera ola democratizadora producto del NO.
La pacífica protesta ciudadana nacional que demandaba transparentar la información ante la estafa perpetrada, luego una segunda vuelta electoral y más tarde la anulación de los comicios fraudulentos y nuevas elecciones, precipitó el derrumbe del régimen tras 21 días de paros, bloqueos y cabildos. Bolivia volvió a decir no. La caída de la tiranía y el embuste en que se había convertido el “proceso de cambio” fue la conquista central del pueblo movilizado.
La asamblea legislativa con representación mayoritaria (dos tercios) del grupo de poder renunciante legalizó al gobierno transitorio que se instaló por sucesión constitucional el 12 de noviembre de 2019 y el 24 de ese mismo mes anuló las fallidas elecciones del 20 de octubre. En ese tránsito, otro signo democratizador, empezaron a tener presencia personas y voces que el aparato oficial había mantenido acalladas dentro de su propia armazón.
A un año y algo más de esos acontecimientos, la onda expansiva del 21 de febrero vuelve a tener efecto, esta vez en el seno de las organizaciones políticas y, en particular, dentro de aquella aún sometida al ex gobernante fugado, quien no se da cuenta de que, aparte de intolerante, es intolerable.
Así, en la variedad y las novedades de las candidaturas para las elecciones de marzo venidero, hay claros indicios de que está comenzando una etapa de democratización interna en las agrupaciones de la política. Se la debe alentar, puesto que puede ser muy promisoria si contribuye a un recambio efectivo de estructuras y liderazgos que no se corresponden con la índole plural, la dinámica y las aspiraciones democráticas de la sociedad nacional.
Estos nuevos frutos del hastío que se hizo voto en 2016 y desobediencia en 2019 son, pues, un anuncio de la renovación democrática que está haciendo falta.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov