Una ya larga serie de hechos registrados en las dos primeras décadas del siglo veintiuno muestra que el autoritarismo, que se pensaba felizmente superado, ha regresado a América Latina.
Sin embargo, por las características de su origen y sus protagonistas, se trata de un fenómeno algo distinto al que la región soportó en la segunda mitad de la centuria pasada. De ahí que sea posible hablar hoy de un neo-autoritarismo latinoamericano.
El anterior, que tuvo lugar principalmente entre los decenios de 1960 a 1980, estuvo relacionado con la toma, el control directo y la gestión del poder político por las instituciones militares y sus representantes, no pocos de los cuales parecían considerar que ocupar la presidencia de sus países era algo inscrito en la “orden de destinos” de las fuerzas armadas.
Desde el punto de vista de la política, tal situación era explicable ante todo por la ausencia de un proyecto hegemónico que articulara a una mayoría societal, así como por la consiguiente incapacidad de los actores partidarios para configurarlo y establecerlo. Eso llevaba a que, por lo general, los conservadores, de la derecha, alentaran la captura del poder y el Estado por los uniformados, quienes frecuentemente fungían como “intermediarios” de los intereses económicos e ideológicos de esos sectores en la administración gubernamental.
Asimismo, puesto que este proceso se dio en el marco de la “Guerra Fría” entre capitalismo y socialismo, esa militarización de la política latinoamericana tenía el aliento y hasta el financiamiento del gobierno estadounidense y sus aliados, que en su enfrentamiento con el bloque soviético preferían anticiparse al eventual surgimiento de revoluciones como la cubana o de guerras como la de Vietnam. Los ejércitos de América Latina resultaban, así, instrumentalizados, aunque es exagerado creer o decir que eran apenas títeres de los dictados de la “Doctrina de Seguridad Nacional” y sus estrategias de contención del comunismo.
La represión que casi por norma traía aparejada esa doble intervención afectaba centralamente al movimiento popular y obrero, de la izquierda, que en diferentes grados y formas era impedido de participar en la dinámica política. La censura, la proscripción, el confinamiento, el exilio, el enjuiciamiento, la persecución, el encarcelamiento, la tortura e inclusive la eliminación física selectiva o masiva eran los modos típicos de la coerción aplicada por los militares.
Los efectos obvios de esas prácticas abusivas sobre la vida de la colectividad, además de la rutinaria violencia arbitraria, no podían ser otros que la suspensión de las garantías constitucionales, la anulación o sometimiento de las instituciones y la clausura o la cooptación de las organizaciones sociales, con la lógica cuota de corrupción ligada al ejercicio discrecional del poder.
El autoritarismo latinoamericano del siglo veinte se asentaba en una concepción bélica de la política, con “amigos” y “enemigos”, al estilo del teórico del fascismo, Carl Schmitt, y de la sociedad como una organización jerarquizada, disciplinada y obediente que debía estar bajo el mando de un poder concentrado. La trágica experiencia que representó dejó alrededor de 160 mil víctimas mortales y al menos otras 50 mil desapariciones, aparte de que dividió profundamente a los países.
El neo-autoritarismo actual, que comenzó a echar raíces hacia fines de los años noventa y fructificó en los últimos cuatro lustros, presenta tres diferencias principales con su funesto antecesor: se desarrolla en el interior de la propia democracia, como su forma degenerada; es liderada sobre todo por civiles y se manifiesta tanto en regímenes “progresistas” como de derecha. Entre sus rasgos más visibles están la concentración y el abuso de poder, el sometimiento de la institucionalidad democrática o su desmontaje, la represión judicial y violenta de la oposición política al igual que del pensamiento y la información libres, el falso discurso “popular”, la corrupción desembozada e impune y el recurso constante a la propaganda y la mentira oficiales.
Son varios los ejemplos de esta especie perversa en la región, pero sin duda los peores en este momento los encarnan los esquemas dictatoriales de Nicaragua y Venezuela, que han hundido en la miseria a sus naciones y se han cobrado ya la vida de centenares de sus ciudadanos. Otros países sufren condiciones próximas, como Brasil o Colombia, y algunos otros, como Bolivia o El Salvador, se encuentran amenazados por el retorno autoritario o por su imposición en el corto plazo.
La mentalidad despótica, ataviada ahora de identidades populistas y ritos electorales, no sólo ha regresado a Latinoamérica, sino que pretende quedarse. Es hora de pensar todos en la democracia.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov