El desplome de la estructura de poder que había sido erigida por casi 3 quinquenios, fruto lógico de su larga acumulación autoritaria, fue un hecho inevitable, aunque inesperado para cuando sucedió. Ocurrió de golpe.
Hasta la mañana del 8 de noviembre de 2019, la prepotencia oficial se paseaba y vociferaba enceguecida, pero en menos de 48 horas toda su tramoya se vino abajo. Nada pudo hacer frente a la sostenida protesta ciudadana, nacional y pacífica, ni ante las evidencias del fraude electoral perpetrado entonces.
No reconocer ese fracaso político ha de ser, seguramente, una de las peores cosas que les suceda a los que hace un año renunciaron, fugaron o se refugiaron, así como a quienes hoy aparecen aceptando su padrinazgo.
La manipulación de la ley en 2007 para forzar la aprobación de la nueva Constitución con dos tercios de los presentes en lugar de los dos tercios de la asamblea fijados inicialmente, las acciones policial-militares de 2008 y 2009 contra opositores en Pando y Santa Cruz, el antipopular “gasolinazo” de 2010, la represión a los defensores del territorio indígena en 2011, la represión a las personas con discapacidad en 2012, el acomodo de las normas para viabilizar las reelecciones de 2009 y 2014, la incoherencia de las elecciones judiciales de 2011 y 2017 en que terminaron ganando los que perdieron, el desconocimiento del referendo de 2016 que rechazó la reelección indefinida, la violación constitucional de 2017 que habilitó la reelección sin límite temporal o la fabricada “victoria” electoral de 2019 son algunos de los actos vulneratorios –no “errores”– que, junto al sometimiento y utilización políticos de todos los órganos del Estado, las fuerzas armadas, la policía y las organizaciones sociales, conforman el cuadro de arbitrariedades y abusos que carcomió el aparato de ese poder.
Si, además, se cuentan el despilfarro, el nepotismo, la corrupción, la impunidad, el extractivismo compulsivo, el doble discurso, los privilegios para corporaciones sectoriales y transnacionales, la prohibición del disenso, el control de la información, las obras inútiles, los viajes sin sentido, la proscripción de los adversarios, la confirmación del enclaustramiento marítimo en La Haya, el endiosamiento propagandístico de un idolillo de barro o la violencia “defensiva” financiada, queda casi nada para argumentar que un esquema así podía ser legítimo y tener futuro.
El punto final, además, también fue puesto desde adentro. El empecinamiento en creencias erradas y una total carencia de capacidad autocrítica condujeron al desastre en que se tradujo su estrategia de cierre. Las renuncias en serie que protagonizaron –incluida la que por imposición machista abortó la proyección política de la entonces presidenta del senado– buscó dejar al país sin rumbo e indefenso suponiendo que las masas clamarían por su retorno. Todo les resultó mal. Acudieron, por eso, a declararse víctimas de un “golpe”, a decir que sus vidas estaban amenazadas y a “asilarse”, cuando en los hechos fueron ellos quienes atentaron contra la vida ciudadana.
Lo que vino luego fueron dos días sin autoridad, con incertidumbre e intensa zozobra, en particular la desatada por las acciones delictivas de grupos contratados por el poder caído. El déspota se encontró solo, como bien recuerda uno de sus ex colaboradores refugiado que inventa el “golpe” en un libro. Nadie salió a defenderle y menos a decirle que no se fuera. La Central Obrera Boliviana le pidió que renunciara y el comando militar le sugirió después lo mismo. No hubo coacción ni confabulación. La tiranía se desplomó por razones de podredumbre y soberbia.
Insistir en la versión del “golpe” es no poder o no querer distinguir entre corrosión y demolición. Tal vez por eso el autor del referido libro, que hace un mea culpa por convertir a los “movimientos sociales” en marionetas a la vez que devela un profundo resentimiento contra sus copartidarios parlamentarios que viabilizaron la instalación del gobierno transitorio, no llega a ver la demoledora estocada de su prologuista argentino. Éste, sin compasión alguna, le dice que nunca hubo la supuesta “Revolución Boliviana”, como tampoco existió “potencia plebeya” ni voluntad política para “avanzar al poscapitalismo”. La gente de las “etnias”, concluye, sentía que no tenía nada que agradecer.
Si golpe de Estado es la violación de las formas constitucionales y la apropiación ilegal planificada del poder político, mediante acciones de fuerza, sin duda tal caracterización resulta más propia para describir el comportamiento del gobierno que se despedazó en noviembre de 2019. O sea, hablando con precisión, se trató de un “autogolpe”.
En todo caso, el grupo de poder que en poco más de 14 años desfiguró lo que quiso mostrarse como un proyecto de cambio, se fue de golpe, de golpe y porrazo, como decían las abuelas.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov