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Opinión

El fraude político, toda una arquitectura

9 de Febrero, 2021
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ERICK R. TORRICO VILLANUEVA

El fraude político en democracia desconoce, altera o acomoda deliberadamente las reglas de juego para beneficiar a determinados actores, que por lo general se encuentran en ejercicio del poder en un momento dado.

Esa práctica, más frecuente en el espacio electoral, suele abarcar también los ámbitos de la institucionalidad, la representación, la toma de decisiones o la gestión pública en general. Y cuando su uso tiende a hacerse endémico, estructural, es obvio que el régimen democrático se deteriora, con el grave riesgo de dejar de ser tal.

Como se sabe, eso es lo que aconteció en el país a partir de 2007 y se advierte que continúa sucediendo.

Cabe recordar, casi como un inicio aquel año, el polémico cambio del procedimiento para la aprobación de determinaciones en la asamblea constituyente que, al final, permitió (“legalizo”) que fuera impuesto un texto constitucional falto de consenso.

El posterior referendo aprobatorio de esa Constitución, carente de información pública suficiente sobre el contenido de la misma, en otra estratagema semejante, fue combinado con uno más bien distractivo (referendo dirimitorio) respecto a la extensión de las grandes propiedades agrarias que, en la letra, figura en ese documento.

Poco después vino la primera habilitación arbitraria para la reelección del candidato presidencial gubernamental, la cual estuvo precedida por una cuestionada intervención oficial del padrón electoral: la “adecuación del peso del voto rural”.

Siguió a eso la segunda habilitación anormal de la candidatura oficialista basada en una interpretación constitucional antojadiza y, en medio y más tarde, se tuvo dos elecciones de autoridades judiciales en que los postulantes escogidos por el propio gobierno, todos rechazados por la inmensa mayoría de los votantes, fueron de todos modos designados.

Pero la mayor conducta fraudulenta oficial tuvo lugar tras la victoria del “No” en el referendo de reforma de la Constitución que pretendía establecer la reelección continua. No sólo que ese resultado de rechazo ciudadano al prorroguismo fue desoído, sino que además la carta fundamental quedó, en los hechos, sin efecto, al ser forzada una tercera habilitación de los candidatos oficialistas, con el aditamento de que su posibilidad de reelección fue liberada de todo límite temporal.

Ese atropello, validado por un “tribunal constitucional” que a su vez violentó el marco legal de sus atribuciones y funciones, fue acompañado para los comicios de octubre de 2019 por un conjunto de acciones propias de un esquema fundado en el dolo. Así, sin contar entre tales maniobras el control directo del ejecutivo sobre el tribunal electoral que ya existía, se amenazó a la población incluso con recurrir a las armas para evitar que votara por una candidatura distinta a la oficial, se condicionó el voto de los funcionarios públicos, a quienes también se les obligó a hacer proselitismo, campañas hechas –una vez más– mediante el uso indebido de bienes estatales y la prebenda, aparte de que se aprovechó ilegalmente la millonaria ventaja gubernamental en materia de propaganda y difusión de información. La fase previa a las votaciones se completó con otro amedrentamiento: el anuncio de que iban a “vietnamizar” Bolivia para defender al grupo gobernante ante un supuesto “golpe”.

A ello, no hay que olvidarlo, se debe sumar la persecución judicial y el desprestigio mediático de los opositores, el control o el condicionamiento de los medios de difusión, la renuencia al debate público y la especulación sobre los resultados electorales deseados para influir en la opinión ciudadana, recursos todos estos empleados regularmente por quienes gobernaban entonces.

Ya el día de la votación, al margen de las denuncias públicas registradas sobre “acarreo” de votantes, habilitación de fallecidos para votar, sufragantes con doble cédula de identidad y adulteración de actas electorales, se añadieron tres elementos decisivos: la repentina suspensión de la transmisión de los datos del recuento, la manipulación del sistema informático y el desconocimiento de los resultados de boca de urna, junto a la aseveración de que una necesaria victoria oficialista iba a ser confirmada en horas siguientes, lo que obviamente terminó ocurriendo.

Parte de un comportamiento asumido como aceptable por los cultores de la “viveza” –el oportunismo cínico–, todo ello no fue sino el remate de una tortuosa experiencia de falsificación que vació de norte y contenido lo que catorce años antes fue presentado electoralmente como un proyecto de renovación. El fraude, como es bien conocido, se manifestó bastante pronto en el plano ideológico.

En ese cuadro, la última neutralización del limitado pluralismo parlamentario con la modificación del procedimiento de votación de las decisiones en ambas cámaras, en octubre pasado, el reinicio de la utilización política del aparato judicial, el nuevo uso indebido y propagandístico de los bienes públicos o la reciente extorsión presidencial a los electores de los próximos comicios subnacionales para que se cuiden de apoyar a quienes podrían “dificultar la coordinación con el ejecutivo”, son prueba complementaria de que el fraude político en Bolivia es, lamentablemente, toda una arquitectura.

Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político

Twitter: @etorricov

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