Reglas claras, una estricta sujeción de las instituciones y actores a las mismas, el respeto del pluralismo y la franca voluntad para consensuar son condiciones básicas para el funcionamiento y desarrollo de la democracia. Ahí no hay cabida para el caciquismo.
Esto es lo que está cada vez más claro en la conciencia de la ciudadanía boliviana. No otra cosa significan su voto contra la arbitrariedad del poder en las elecciones judiciales de 2011 y 2017, su rechazo a las propuestas dirigistas de estatutos autonómicos departamentales desde 2015, su NO mayoritario a la reelección continua en el referendo para la reforma constitucional en 2016 o su voto anti-autoritario en las elecciones generales de 2019 y 2020, al igual que en las recientes elecciones subnacionales, sin dejar de lado el sentido democrático profundo de la movilización nacional rebelde de octubre-noviembre de 2019.
No obstante, estas señales tan evidentes de la demanda colectiva de una democratización política y social efectiva en el país –que no se restrinja al ritual de las ánforas ni a la agregación circunstancial de preferencias–, siguen incomprendidas por ciertos sujetos de la vida nacional, que se empecinan en desconocerlas o que, cuando más, las reinterpretan antojadiza y perversamente.
Al respecto, las recientes acciones y afirmaciones del reinsertado ex gobernante que fugó y de su círculo son una patente manifestación de testarudez antidemocrática que ni siquiera se compadece de lo que parece quedar en pie de su propia organización.
La desesperada beligerancia que les mueve ha puesto a la vista, una vez más, su mentalidad despótica y su ambición de poder sin límites. Ya no se trata apenas de que pretenden alterar los hechos y la memoria históricos, o de perseguir y reprimir ilegalmente a personas-símbolo de su derrota y caída tras el fraude electoral del 20 de octubre de 2019, sino que ahora suman la persecución dentro de sus mismas debilitadas filas para acabar con todo indicio de autocrítica y con cualquier posible liderazgo emergente.
Es patente que el dueto delegado para gobernar es el mejor ejemplo de la “disciplina” que la pequeña vieja guardia de quien irónicamente se presenta como “líder de los humildes” exige para sus subordinados: perder la personalidad, carecer de iniciativa, permanecer en el mutismo y asentir mediante genuflexiones. Quienquiera que ose pensar distinto, hacer oír su voz o sugerir una mínima renovación es y será un “traidor”, un “enemigo”.
Así, tras su nueva derrota en las urnas, el grupo que maneja el poder ha resuelto dejarse de concesiones y tomar plenamente el control preparándose para su “gran batalla”, que hasta donde dejó entrever supone enfrentar a la sociedad civil por la que fue rechazado y a las instituciones del orden, a la par que acabar con la oposición política democrática y con cualquier próximo contendiente electoral.
Para ese grupo, conformado por el summum de la intolerancia, Bolivia no tiene ni puede tener otro camino que el que presuntamente encarnó el “líder nato, indiscutible y perpetuo, de la revolución democrática y cultural” (¡!), marco en el cual la democracia no es sino un mero recurso instrumental para alcanzar cierto halo de legitimidad que luego dé vía libre a un ejercicio tiránico.
Ese nuevo “pensamiento único” y ese comportamiento caciquista retratan de cuerpo entero al que se proclamó jefe o estratega de ya variados fracasos electorales, al igual que ofrecen un identikit de su núcleo íntimo, “rosca” en torno a la que algunos ingenuos u oportunistas todavía intentan arremolinarse.
El discurso postizo del gobernante delegado sólo es un lánguido eco de la prepotencia de su tutor, el fraudulento que quiso matar de inanición a las ciudades, azuzó la “guerra civil” y más tarde ordenó privar de oxígeno a los enfermos. Pero, además, coincide en cinismo con un ex mayor que se ve como un “general” irremplazable y califica la corrupción ministerial recién (y extrañamente) descubierta como un “episodio intrascendente”, tal como en 2017 el entonces ministro de Economía calificó de “insignificante” el desfalco al banco estatal gerentado por una pariente suya.
Cada una de esas manifestaciones, tanto como los intentos de chantaje a los electores –con las amenazas de que no se coordinará con autoridades subnacionales opositoras y de que no habrá vacunas para los “oligarcas”– o el risible consuelo de que “perdimos la segunda vuelta, pero ganamos en Perú” (¡!), sólo confirman la incapacidad democrática de los circunstanciales en el gobierno.
La democracia necesita demócratas y organizaciones democráticas. El cacicazgo, figura colonial para el mandamás intermediario de poderes ajenos, es incompatible con un régimen constitucional de garantías y libertades. Los que por ahora están a cargo del Estado en Bolivia no dan muestra alguna de tener idea de esto y tampoco quieren enterarse de que su cacique se convirtió en un incordio para todos.
Quisieron fabricar la “generación Evo” y les salió la “generación Huevo…”. ¿Habrá alguien que les ayude a entenderlo?
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov