Averiada, acosada y bajo amenaza de nueva violencia, la democracia boliviana llega este 10 de octubre a su trigésimo noveno aniversario. No tiene, ahora, mucho que celebrar y sus banderas sólo pueden estar a media asta.
Desde su recuperación en 1982, el régimen democrático sorteó diversas situaciones de crisis, pero los últimos veinte años probablemente fueron los de mayor complejidad.
Su reinstalación aquella vez no fue sencilla, pues el centroizquierdista Frente de la Unidad Democrática y Popular, vencedor de las elecciones de 1978, 1979 y 1980, tuvo que esperar a que su reiterado y negado triunfo fuese reconocido recién cuando concluyó la etapa de los militares golpistas, que venía ya de 1964. Sin embargo, en medio de un ascendente clima inflacionario, ese Frente fue condicionado a recibir el gobierno con un parlamento de mayoría opositora, que junto a la empresa privada y al propio movimiento obrero-popular hizo inviable la gobernabilidad. El presidente Hernán Siles Zuazo, víctima inclusive de un secuestro, adelantó las elecciones generales en un año.
Producto de ello, en 1985 surgió la llamada “democracia pactada” basada en acuerdos inter-partidarios poselectorales y empezó la etapa del ajuste estructural o neoliberalismo que, en los hechos, subsiste pese a su publicitada “muerte” en 2011.
Ese doble modelo, político y económico, se fue reproduciendo sin contratiempos mayores hasta el final de siglo, cuando la “guerra del agua”, en abril de 2000, sacó a relucir sus debilidades, al tiempo que preanunció la debacle política de los partidos que habían protagonizado las alianzas gubernamentales desde la salida de Siles.
Tres años después los hechos se consumaron. El “febrero negro” y la “guerra del gas” de octubre-noviembre dieron término, en 2003, al esquema de poder que se había estructurado. Todas las organizaciones políticas calificadas en ese momento de “tradicionales” y que habían hecho parte de ese andamiaje fueron prácticamente arrasadas por el rechazo colectivo. Se abrió una oportunidad para recomponer la hegemonía.
Carlos Mesa Gisbert, que sucedió al renunciante Gonzalo Sánchez de Lozada, no pudo lidiar con las fuerzas que se resistían en el parlamento a ser echadas del juego ni con los problemas que se manifestaban crecientemente en las calles, hasta que dimitió en junio de 2005. Obligados por la presión de mineros y cocaleros a renunciar a su derecho a la sucesión, los entonces presidentes del senado y la cámara de diputados cedieron sus lugares al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Rodríguez Veltzé, quien asumió el gobierno con la tarea de organizar nuevas elecciones.
Los elegidos que tomaron posesión en enero de 2006 enfrentaron una difícil circunstancia inicial que polarizó regional y políticamente al país en torno a la definición de otra institucionalidad y la atención de la demanda de autonomía para los departamentos en respuesta al centralismo que caracterizó –y lo sigue haciendo– la historia nacional. Los acuerdos generales conseguidos con el texto constitucional que se aprobó en 2009 y las acciones judiciales, policiales e inclusive militares que el régimen ejecutó hasta 2011 hicieron que, a partir de ahí, éste tomara un control efectivo y extendido de los espacios de poder, público y social.
La penúltima y muy grave crisis que afectó a la democracia boliviana se derivó precisamente de ese asfixiante empoderamiento y su desviación autoritaria. No conforme con maniobrar para viabilizar dos reelecciones consecutivas, el nuevo grupo oficialista desconoció con argucias la mayoritaria negativa ciudadana a una tercera reelección, convirtió la posibilidad de ser elegido en un “derecho humano”, vulneró la propia Constitución que había elaborado y llevó adelante unas elecciones plagadas de irregularidades, como quedó establecido por los observadores internacionales que trabajaron in situ en 2019.
La resistencia social a esa serie de atropellos se tradujo en una movilización ciudadana nacional de 21 días que condujo, al final, a la dimisión de los gobernantes, quienes ordenaron renunciar a las autoridades parlamentarias que podían sucederles, además de que buscaron desatar una guerra civil. Volvió a abrirse un margen para la recomposición hegemónica. El vacío generado por la dejación de cargos en cadena fue superado mediante interpretación de la jurisprudencia constitucional, lo que dio lugar a la conformación de un gobierno interino que convocó a nuevos comicios un año más tarde.
Pese a todos los antecedentes conocidos, las votaciones favorecieron otra vez a la organización que había sumido a la democracia en un abismo. Pero el dúo electo en 2020, más allá de su inaugural retórica de unidad, se ha abocado a tomar revancha, alterar la memoria colectiva y reconstruir el proyecto tiránico que se desplomó en 2019. Este empecinamiento que hoy atraviesa todos los niveles del aparato oficial delegado ha reavivado y amplificado la polarización, en paralelo a alentar un despliegue de prepotencia, amnesia deliberada y falsía que está despertando los demonios de un Estado policíaco.
Así, si bien la democracia subsiste en el país como forma de gobierno hace ya casi cuatro décadas, se carece aún de la institucionalidad y la cultura democráticas requeridas como fondo, al punto de que gobiernos salidos del sufragio son los que hacen todo lo posible para convertirla en despotismo.
En el seno de una transición que continúa abierta desde el NO ciudadano de 2016, este 10 de octubre debe llevar a la población a valorar las luchas ciudadanas libertarias y a reflexionar sobre la urgente necesidad de garantizar los derechos, las leyes y la vigencia de los principios de la convivencia plural. Mientras esto no se concrete, Bolivia sólo conocerá una democracia a media asta.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político