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Opinión

Creo porque es absurdo

17 de Mayo, 2025
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HCF Mansilla publicó en Brújula Digital un suculento ensayo en el que verifica que la Ilustración no ha borrado los atavismos culturales y tribales. Siguiendo a Arendt, observa las alianzas entre “las élites y la chusma”. Para HCF, debemos reavivar el legado socrático, opuesto a la pretensión de poseer la verdad. Añado aquí reflexiones desde otro ángulo. Me nutro del inglés John N. Gray, de René Girard y Allan Bloom, para no abundar en citas.

El ideal ilustrado falló. Fue un proyecto de intelectuales, basado en la razón y en la fracasada producción de individuos en serie. Porque la mayoría se aferra a leyendas, tradiciones y creencias: ser sujetos alambicados no está a su alcance. El último hombre europeo adora la naturaleza, la democracia y la libertad individual, pero estos dos últimos solo si las masas (de “individuos”) se comportan. Además, como describía José Saramago, los personajes sencillos no están reñidos con la sabiduría, como la mucama Lidia de El año de la muerte de Ricardo Reis.

No es extraño entonces que una parte de las élites políticas, económicas y mediáticas supla el racionalismo por las emociones para asegurar el poder. Uno de los periodistas estrella de nuestra TV suele repetir en voz baja: “imagino mi audiencia como si esta tuviera una edad mental menor a 12 años”. Roger Ailes, creador de la cadena FOX, lo ponía así: “la gente quiere reforzar sus creencias, no que la informen”. La izquierda actual parte de una premisa igual. Ya no la misionera prédica de los principios, sino las narrativas y la emotividad; y la fuerza de imponerlas.

Democracia no es aristocracia. Tampoco es gobierno de los recatados o de los filósofos. La propia libertad es un valor aristocrático (Tocqueville). En cambio, vivir y pensar con los demás es gozar del “calor del establo”. La igualdad es moderna, pero la libertad se encoge en los límites de las corrientes biempensantes. La uniformidad de la arquitectura contemporánea expresa las pulsiones igualitarias, anteponiendo los costos y la comodidad a la belleza. Las catedrales dan paso a las cajas de cemento.

Decae la fe en el progreso, esa secularización de la providencia cristiana (Karl Löwith). Los antiguos tenían un sentido cíclico de la historia. Irónicamente, ateos humanistas confían en un progreso súbito (el regreso del Mesías -la parusía-, en la forma de una revolución o de un triunfo en las elecciones) o a cuentagotas: los vicios irán menguando en un futuro regenerado.

Es herético dudar del progreso moral moderno, pero sus premisas requieren más milagros de los que admitiría un beato. Solo un kantiano iluso espera un futuro de paz perpetua, tolerancia sin fe e ilustración extendida, cuando Occidente se muere de nihilismo.

Por eso tal vez el mesurado orden conservador-liberal-socialdemócrata de posguerra cederá a nuevos príncipes y tiranos, raramente instruidos o de buen corazón. Como a Tácito, nostálgico de la república romana, seguramente nos tocará un tiempo de emperadores aclamados por multitudes hartas de las élites intelectuales, políticas y profesionales.

Los pueblos añoran facetas del orden perdido, pero igual se inclinan por la seguridad de la tribu o por quienes exaltan a sus dioses seculares (arraigos, mitos, ideas) y trascendentes. Por lo demás, los librepensantes también acatan un breviario uniforme, alejado de sus ínfulas de originalidad: abecé de liberalismo, cosmopolitismo, agnosticismo, fe en la ciencia, desprecio por las convenciones, la religión y los mitos populares; ideas de bajas calorías, aptas para apasionarse por lo que realmente es primordial: uno mismo.

El orden liberal no es el punto final. Los pueblos cargan sus experiencias, ciclos y tótems (y como dice Gray: “no entendemos y, enseguida, perdemos el respeto por lo que no entendemos”). Las castas académicas han provocado también -con sus sanforizadas y coercitivas reglas de la salvación terrenal- el retorno de olvidadas usanzas políticas. La gente común se rebela y entroniza a redentores que la representan. Mejor si son toscos, para escaldar a los sofisticados.

Como Tertuliano en el siglo III, muchas veces no creemos porque es verdad, sino porque es absurdo.

El autor es abogado