Bolivia se encuentra otra vez en una fase de transición política, como sucedió hacia finales del siglo XX e inicios del presente.
A semejanza de lo que aconteció del año 2000 al 2005, lapso durante el cual hubo dos gobiernos transitorios (de Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez), desde que sobrevino la crisis general inducida por el fraude electoral oficialista en 2019, el país está viendo pasar dos gobiernos en el camino de una nueva transición, el de Jeanine Áñez y el actual. Y, como ya había ocurrido en el tiempo anterior señalado, el horizonte del país vuelve a mostrarse abierto a las probabilidades de construcción histórica que puedan perfilarse.
Otra similitud entre ambos momentos es que hace dos décadas o más no se tenía, como tampoco ahora, una imagen clara de los actores que iban a terminar encargándose de asumir los papeles protagónicos de los acontecimientos posteriores, aunque tal vez la diferencia esté en que aquella vez había pocos personajes entre los cuales escoger y hoy el catálogo de aspirantes a esos papeles parece tender a engrosarse.
En aquel tiempo resultaba difícil reconocer la ruta que se inauguraría luego; ahora, al contrario, buena parte de las señales que es posible advertir indican que la salida a la crítica situación que se está viviendo supondrá un cambio de signo frente al estatalismo prevaleciente y que, en contraste con ese pasado reciente, la racionalidad económica habrá de primar sobre la política.
La transición en curso empezó oficialmente en 2019. Los eventos de octubre-noviembre de ese año fueron un parteaguas en un doble plano: posibilitaron el derrumbe de un esquema gubernamental con pretensiones supremacistas (el de los que se imaginaron como “súpermasistas”) y dieron lugar a que las voces y presencias de los subyugados dentro de ese aparato de poder buscaran salir a la escena pública y autonomizarse. Estos dos hechos fueron fundamentales para las modificaciones políticas que están en proceso y abonan un movimiento probable de recomposición hegemónica.
En el ámbito macro, la renuncia y fuga de los autoritarios debidas al rechazo ciudadano nacional que recibió su intento de perpetuación en el poder significaron un paso clave para empezar a restituir la democracia, tarea que continúa pendiente. Y en el micro, correspondiente al grupo político que se aferra todavía a sus creencias previas sin entender que las condiciones de fondo de su predominio dejaron de existir, aquellos sucesos trajeron consecuencias de ruptura interna sin renovación programática que les son a la fecha incontrolables.
Al comienzo, sus principales agentes quisieron disimular la situación y algún esfuerzo hicieron en nombre de una unidad que estaba quebrantada tras la viabilización parlamentaria de la corta gestión de Áñez y de la convocatoria a las elecciones de 2020, comicios para los que su propia candidatura reflejaba una correlación de fuerzas interna distinta. A partir de eso, y siempre de manera infructuosa, han venido probando variadas fórmulas para desbaratarse recíprocamente y nunca para salvar su brecha interior, que más bien ha ido ensanchándose.
Insultos intercambiados, acusaciones y denuncias mutuas, instrumentalización de organizaciones sociales duplicadas, anuncios o aperturas de juicios penales, vergonzantes grescas parlamentarias, congresos “orgánicos” amañados, una presunta asonada militar, un supuesto intento de asesinato, una desinflada marcha, nocivos y repudiados bloqueos de caminos, un amago de huelga de hambre, unas aprehensiones de gente de tercera fila y una inconstitucional sentencia constitucional forman parte del repertorio de recursos que los contendientes de esa pugna intestina usaron sin lograr ningún resultado que dirima sus ambiciones. En esto, preocupa sin duda un par de cuestiones: que las medidas utilizadas –incluidas las extremas– no reportaran eficacia alguna y que todo el barullo desatado, reducible al final a un conflicto entre privados, esté causando severos daños al conjunto de la economía, la sociedad y la política nacionales.
El primer gobierno de la fase transicional que se atraviesa desde hace un quinquenio fue repentino, improvisado y no dispuso de condiciones para redireccionar el rumbo de las cosas; el segundo, todavía en funciones, pretendió restaurar aquello que ya se encontraba en estado de descomposición, pero fracasó en su intento. El país político actualmente está, pues, en busca de una desembocadura.
Los hechos muestran que la suerte del bicéfalo oficialismo, que se resiste a asumir su fiasco y derrota, está prácticamente echada: es incapaz de administrar el desastre generalizado que él mismo provocó, no halla modo para revertir su implosión y ve diluirse su porvenir electoral.
Queda por desear que la reconducción que por enésima vez necesita y puede afrontar Bolivia no vuelva a terminar como otra oportunidad frustrada.
El autor es especialista en comunicación y análisis político