El pasado miércoles los bolivianos fuimos sorprendidos con un inusual y sui generis movimiento militar ocurrido en Plaza Murillo. Inmediatamente, la señora Celinda Sossa, Ministra de Relaciones Exteriores emitió un pronunciamiento a nombre del Estado, denunciando un intento de golpe, pidiendo el pronunciamiento de la comunidad internacional y el respaldo al gobierno de Luis Arce Catacora.
El apoyo de los aliados ideológicos no se dejó esperar, como siempre, no importa qué se pide, lo importante es quién lo pide y como el requerimiento fue de un gobierno miembro del grupo, hubo todo el apoyo.
Los Organismos Internacionales como la OEA, la Unión Europea y algunos otros países, siempre cautos y fieles a las buenas prácticas diplomáticas, no tomaron posición. Invocaron principios y compromisos internacionales, como la necesidad de preservar la democracia y el Estado de derecho.
La postura disidente surgió cinco días después, cuando la oficina del Presidente de Argentina, dijo que el gobierno de Luis Arce hizo una “falsa denuncia de golpe de Estado”.
En síntesis, como diría un maestro de ceremonias, a pedido del público (gobierno boliviano) hubo pronunciamientos. Unos a favor, otros diplomáticamente correctos y uno manifiestamente en contra, el de Javier Milei, que causó conmoción y una tensión diplomática con Bolivia.
La Cancillería boliviana reaccionó calificando el pronunciamiento como una intromisión en asuntos internos. Según la Corte Internacional de Justicia eso ocurre cuando “un Estado se entromete por vía de autoridad en los asuntos que son de la jurisdicción doméstica de otro, imponiéndole un comportamiento determinado”.
En ese marco, cabe preguntar ¿cuál es el comportamiento que Milei quiso imponer a los bolivianos? No lo sé, creo que fue una opinión de un hecho – que además reitero fue requerida - que puede ser calificado como sesgado, equivocado o diplomáticamente incorrecto en la forma, pero no existe una intromisión; porqué si así fuera, tanto los pronunciamientos a favor y en contra serían intromisiones.
El pedir pronunciamientos internacionales es una mala práctica de países pequeños y de mentalidad dependiente, ya que buscan un aval, visto bueno o solidaridad a lo hecho a partir de apoyos o pronunciamientos de otros países. Para ilustrarlo, es como si un cónyuge busque justificar sus acciones mediante el apoyo de los vecinos. En éstos casos, cabría recordar el consejo de los abuelos que dice “los trapitos sucios se lavan en casa”.
Eso no ocurre en países desarrollados y como prueba de ello cito dos, uno capitalista y otro socialista, porque en todas partes cuecen habas. El primero es el asalto que hubo al Capitolio, en la oportunidad no hubo ningún pedido a la Comunidad Internacional por parte de autoridades o políticos norteamericanos sean demócratas o republicanos. El segundo es la sublevación de Yevgeny Prigozhin y el grupo de mercenarios del grupo Wagner en contra del Kremlinn; en ése evento tampoco salió el Canciller ruso Serguéi Lavrov, requiriendo la solidaridad de los países u organismos internacionales para hacer respetar el gobierno de Vladimir Putin.
La diplomacia de los pueblos proclaman la descolonización, sin embargo tienen colonizadas sus mentes y un comportamiento de sumisión. Cumplen fielmente los designios de Cuba, Nicaragua o Venezuela, aunque sean contrarios al interés nacional y actúan conforme dicta el manual del Grupo de Puebla.
En el ámbito del reconocimiento de gobiernos, confieso que soy seguidor de la Doctrina Estrada, que bien pudiera aplicarse al tema. Aconseja que un país debe abstenerse de pronunciarse sobre la legitimidad de los gobiernos de otros países, sea a favor o en contra, ni calificarlos, por que constituyen un entrometimiento inaceptable en la soberanía de los Estados.
La suma de apoyos, condenas, o lo que fuera, a lo ocurrido este 26 de junio, al final generan un mismo resultado, deterioran la imagen país porque nos recuerda que somos uno de los países políticamente más inestables, muestra un Estado incapaz de garantizar una convivencia pacífica, el irrespeto a la autoridad, una alarmante debilidad institucional y una incompetencia para solucionar autónomamente las diferencias.
El autor es economista y diplomático