Soy enemigo acérrimo de los signos de exclamación y creo que nunca los he usado en el título de un artículo, pero mientras siga leyendo el lector entenderá por qué lo hago ahora.
Cada día tenemos más motivos en Bolivia para vivir en un estado de alarma permanente, desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos en la noche: la corrupción galopante, las mentiras groseras del gobierno del MAS, la impostura del lenguaje político, la debacle moral y ética en todos los órganos y niveles del Estado, el daño sistemático del medio ambiente urbano y rural, el deterioro de la economía por el despilfarro y la devaluación de la moneda, la represión política que se traduce no sólo en dos centenares de presos políticos y muchos más exiliados, sino también en el cierre de medios de información, y la falta de perspectivas de solución en al menos las dos próximas décadas… Motivos de sobra para vivir alarmados y pesimistas: no hay en el horizonte ningún resplandor de esperanza detrás de las nubes negras, y cualquier persona medianamente informada sabe que esto no se soluciona en el corto plazo sólo con un cambio de gobierno porque el daño es estructural y profundo.
De todo lo anterior nos ocupamos regularmente los columnistas, con pesar e indignación, como un ejercicio de catarsis colectiva, pero hoy quiero referirme a lo que padecemos en el ámbito urbano, algo más cercano de la vida cotidiana. Los temas urbanos son a veces considerados de menor importancia que los temas políticos, pero afectan nuestra calidad de vida, nuestra estabilidad emocional y por último nuestras ganas de seguir viviendo en el país.
Muchas ciudades en países subdesarrollados (como el nuestro, en franco retroceso histórico cual el reloj del antiguo edificio del Congreso en la plaza Murillo), sufren los mismos síntomas de deterioro por sobrepoblación e incapacidad económica y de gestión de los gobiernos municipales para proveer servicios de calidad. Podemos constatar cada día con los cinco sentidos un absoluto irrespeto por las normas (cuando existen nunca se cumplen): caos vehicular sin control ni sanción, decenas de miles de construcciones ilegales sin fiscalización, basura por todo lado, ríos y desagües sucios y malolientes por falta de mantenimiento, insuficiencia de transporte público de calidad, contaminación riesgosa del aire que respiramos, agua no potable en las cañerías, en las calles saturación visual de publicidad no regulada y una maraña de cables que afean todo, a veces caídos sobre las aceras. Y ruido, ruido, muchísimo ruido.
La contaminación acústica es característica de las ciudades subdesarrolladas y “La Paz maravillosa” es un ejemplo de ello. Esta urbe que cada julio celebra con fanfarria, bailes y mucho alcohol, es una ciudad estridente donde es casi imposible aislarse del ruido a menos que uno ande de día con audífonos y duerma todas las noches con tapones en los oídos (como yo hago). Es una ciudad enajenada, donde los automovilistas no saben comportarse. Los minibuses son una lacra, pero en general todos los conductores viven en un estado permanente de alteración, tocan bocina sin motivo, no ceden el paso a las ambulancias o bomberos, se agreden unos a otros, no respetan los semáforos y mucho menos los pasos de cebra. No usan cinturón de seguridad y hablan por celular mientras conducen, y aunque por milagro hubiera un policía de tránsito cerca, no serán amonestados, porque este es el país de la impunidad en lo pequeño y en lo grande. La policía sólo hace controles cuando necesita llenar sus bolsillos con coimas.
¡Alarma! Aquí viene mi cuento… Las alarmas de los vehículos suenan todo el tiempo y sin motivo. No hay diez minutos de paz y tranquilidad. En ciudades civilizadas se aplican reglamentos que obligan a calibrar las alarmas de manera que no se disparen automáticamente con un golpe de viento o el paso de una moto, pero en ciudades bárbaras como las nuestras, la gente (y las autoridades) se ha vuelto sorda o insensible a las alarmas que suenan una y otra vez a lo largo del día y de la noche.
En el barrio supuestamente tranquilo donde resido, las alarmas suenan sin que los dueños de los vehículos salgan de sus oficinas o domicilios siquiera para ver lo que sucede. Simplemente dejan sonar sus alarmas hasta que se detienen y comienzan a sonar de nuevo diez minutos más tarde. Cuando regresé de México hace unos años, me tomaba el trabajo de colocar sobre el parabrisas de los autos ruidosos un letrero: “Su alarma molesta todo el tiempo al vecindario, calíbrela”, pero era inútil y desgastante, además de que en alguna ocasión me topé con personas torpes y belicosas. En otros países conciben acciones ciudadanas: adhieren sobre el parabrisas letreros que son difíciles de desprender, o pintan los vidrios con spray. Ojalá los jóvenes hicieran algo similar en Bolivia, o que los ladrones se lleven de una vez los vehículos que suenan sin motivo.
Lo propio sucede en las noches con empresas con alarmas que suelen sonar en la madrugada sin interrupción hasta que llega un vigilante de la empresa de seguridad para desactivar el penetrante ruido. En el 99% de los casos, esas alarmas se disparan sin motivo, porque pasó un gato delante del sensor de movimiento. Los vecinos sufrimos las consecuencias de vivir en ciudades poco amables con los ciudadanos.
Los fines de semana no son más tranquilos, aunque se supone que son días de descanso. Cerca de mi casa el Banco Mercantil o las distribuidoras de autos Christian Motors o IMCRUZ tienen la pésima costumbre de sacar potentes altavoces para emitir propaganda y música estridente. Es sencillamente insoportable. Ese ruido está prohibido por disposiciones municipales pues constituye contaminación acústica, pero a la Alcaldía le importa un moco, nunca interviene de oficio. No interviene para amonestar y poner multas ni siquiera cuando se hace una denuncia. La página del Gobierno Municipal de La Paz para asentar un reclamo parece un relato de Kafka: hay que ir hasta la Alcaldía para presentar la denuncia por escrito, que será atendida en el mejor de los casos semanas más tarde...
Hace bastante tiempo tomé contacto por teléfono con la sección o departamento de la Alcaldía de La Paz que supuestamente tiene la obligación de controlar la contaminación acústica. Una construcción cercana a mi vivienda estaba generando ruido de noche, taladrando fuera de los horarios permitidos. Los vecinos padecimos esa incomodidad sin que aparecieran los encargados de la Alcaldía que habían prometido hacerlo. Cuando días después finalmente se presentaron armados de sonómetros para medir los decibeles, ya había acabado el ruido. La ineficiencia y la burocracia funciona así. Esos funcionarios deberían estar todo el día en la calle fiscalizando de oficio, pero ya sabemos que la Alcaldía no hace nada de oficio, no cumple con sus obligaciones. Para festejar sin motivo son muy entusiastas, pero para trabajar, muy ineficientes.
El autor es escritor y cineasta
@AlfonsoGumucio