El periodismo boliviano, afectado por una fuerte baja de su calidad y prestigio profesionales a la par que de su credibilidad desde finales de los años noventa, sufrió después, a partir de 2006 y por inducción política, una innegable pérdida de su autonomía. Sin embargo, la crisis sociopolítica de octubre-noviembre de 2019 abrió las puertas para posibilitar su esperada y necesaria recuperación.
Medios informativos y práctica periodística habían acabado la última década del pasado siglo envueltos por una intensa competencia mercantil y una utilización política de sus funciones que se tradujeron de cabal manera en la extendida aplicación del llamado info-entretenimiento, perversa combinación que es el anti-modelo periodístico por excelencia.
Esa concepción adulterada de la labor noticiosa, todavía presente en algunos espacios matutinos o nocturnos de la TV, en ciertos programas radiofónicos y en la (más bien escasa) prensa sensacionalista, no solamente altera con la espectacularización forzada la naturaleza y el contenido de las informaciones, sino el sentido de la acción de informar.
Bajo tales condiciones, casi fue lógico que el periodismo no hubiese podido responder como hacía falta a los hechos del lapso de reorganización hegemónica que se desarrolló entre los años 2000 y 2005, el cual tampoco llegó a aquilatar en sus alcances. Y esa misma situación abonó su paulatina sujeción al control del oficialismo que se instaló el 22 de enero de 2006.
En el acto de posesión presidencial realizado ese día, el nuevo gobernante lanzó sus primeras advertencias al periodismo y se permitió recriminar, llamándoles por nombre y apellido, a quienes consideró que le habían hecho daño desde el periodismo antes de que fuera electo. Una de esas personas, casi 14 años más tarde, resultó víctima del criminal ataque de una turba que incendió su casa tras la renuncia de aquél.
Con el paso de las semanas, los reproches a los periodistas se fueron haciendo frecuentes y se les restringió el derecho de preguntar en las ruedas de prensa. Sólo eran requeridos para que escucharan y luego amplificaran la versión del poder. Paralelamente, el gobierno potenció y creó medios propios de propaganda, sometió a los medios y sus líneas editoriales –al igual que a periodistas que trabajan por cuenta propia– mediante la asignación condicionante de publicidad oficial, prebendalizó a las organizaciones sindicales de la prensa y estigmatizó o marginó a medios y periodistas que representaban voces discordantes. Recuérdese, a propósito de esto último, la fabricación del “cártel de la mentira”, que costó miles de dólares con asesoría extranjera.
Además, la sobreabundancia propagandística que llevó a tener la imagen vigilante del entonces gobernante hasta en los baños públicos del teleférico y supuso un gasto de alrededor de 100 millones de dólares anuales, como también la prohibición de todo librepensador en el esquema oficialista, las normas restrictivas del acceso a la información o de la libertad de expresión, los juicios iniciados contra algunos medios y periodistas, la descalificación y neutralización del pluralismo político, el activismo desinformador de los “guerreros digitales” o la persecución y hasta encarcelamiento de ciudadanos que emitieron algún criterio contrario al oficial, fueron otros elementos del cerco impuesto al periodismo y, por tanto, al derecho ciudadano a la información.
Ese proceso gubernamentalizó la esfera pública y limitó, en los hechos, el desenvolvimiento de la actividad periodística, que casi fue reducida a la de caja de resonancia del discurso oficialista. Los contados medios e informadores que hacían la diferencia fueron objeto de acoso constante.
Pero llegaron los acontecimientos de octubre de 2019, producto de la espontánea movilización nacional en defensa de la democracia, y marcaron el comienzo de la vuelta del periodismo. La manifestación colectiva contra el prorroguismo y el fraude constituyó un impulso incontenible para liberar las noticias y opiniones de las redes del poder, pues se tuvo un aumento exponencial de la demanda de información creíble y “en directo”, así como de la necesidad de orientación, urgencias frente a las cuales las redes virtuales no podían ser sino un suplemento.
Así, sin habérselo propuesto, el periodismo volvió a tomar la palestra. Aunque con lentitud, reapareció la posibilidad de preguntar, resurgió la entrevista, se reencontró el periodismo de calle, empezó a restablecerse la dinámica parte-contraparte, se dio un empalme dinámico con las tecnologías informativo-comunicacionales y en los espacios mediáticos comenzaron a desfilar rostros, voces y puntos de vista plurales. Para las últimas elecciones nacionales hasta hubo amagues de debate público. Y, no menos importante, no está ya la foto del que se creyó omnipresente e irremplazable.
Aún resta mucho por hacer y conseguir, mas es tangible la oportunidad de un tiempo nuevo para el periodismo boliviano.
Su regreso pleno sigue siendo difícil, porque no se ha terminado de salvar las carencias o falencias internas que le llevaron a un estado de crisis, porque la pandemia está generando obstáculos y riesgos y porque, a pesar del triunfo ciudadano de 2019, la amenaza autoritaria continúa agazapada. El fugado ex gobernante ha ratificado su idea de que los medios informativos son enemigos y gente de su séquito acaba de convocar a saturar a la población de “ideología” para imponerse en las elecciones subnacionales.
El retorno del periodismo autónomo está en curso. Trabajar por su afianzamiento es indispensable.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov