Si no somos aún un “Estado fallido”, hacia allí vamos, y rápido. Hoy Bolivia debe tener el gobierno más débil de su historia desde la Revolución de 1952. Posiblemente comparable al de la UDP a principios de los 80 y más parecido al desgobierno de Juan José Torres y la “Asamblea Popular”. Pero la UDP duró solo tres años y Torres algunos meses, antes de que las Fuerzas Armadas y los dos partidos políticos más importantes salvaran al país del desgobierno socialista.
Así se cumple la sentencia del afamado profesor de Harvard Samuel Huntington, autor del clásico “El orden político en las sociedades en cambio” (1968) de que “el peor gobierno es un gobierno débil”.
Es que Bolivia viene “fallando” por mucho tiempo y demasiadas veces a manos de los socialistas, declarados o encriptados. Ahí están, ellos son. Basta con leer bien sus siglas, recordar sus hechos y hacer memoria sobre sus nombres.
Afortunadamente en el pasado, los bolivianos tuvieron poca paciencia para con los experimentos fallidos de sus “salvadores revolucionarios”, su propia ineptitud para gobernar y su receta para sacar al país de la pobreza. Lamentablemente esta vez tuvieron suficiente tiempo y recursos para completar su tarea destructiva.
El gobierno del MAS es una copia amplificada del gobierno de García Meza, con el otro García, García Linera como su “gurú” principal.
El camino a ser “fallidos” está empedrado de sucesivas “fallas” históricas, de las cuales Bolivia solo se recuperó por la intervención sucesiva de los mal llamados gobiernos de “derecha” o “neoliberales”, que le dieron al país respiros para hacer posible la llegada de capital y tecnología, tarde y poca, pero esencial para proyectar al país para adelante.
Ante el fracaso de la nacionalización de las minas, que impidió la inyección de capital y alta tecnología que requiere la minería para ser rentable y que casi quiebra al país, Bolivia tuvo que cerrar finalmente las minas en 1985.
No fue la Comibol la que logró traer una inyección modesta de capital y tecnología para modernizar la minería, sino una iniciativa privada que inauguró la minería de gran escala a “cielo abierto”, sustituyendo la recuperación mecánica por gravedad a través de métodos de lixiviación química.
Fue la mina Inti Raymi en Oruro, proyecto iniciado por Mario Mercado, del que tuve el privilegio de participar en su estudio de factibilidad y como su primer ejecutivo. A esta siguió otro proyecto minero de gran escala, la mina San Cristóbal de Potosí. Bolivia necesita multiplicar este tipo de inversiones mineras.
Por el contrario, hoy las cooperativas mineras realizan una explotación primitiva carente de capital y tecnología, que destruye los yacimientos y contamina con mercurio el medioambiente.
Lo propio ha sucedido con la agricultura. La reforma agraria se basó en el supuesto de que el acceso a la tierra iba a sacar a los campesinos de la pobreza. No fue así. La falta de acceso a la propiedad de la tierra y un sistema divisorio de sucesión han creado un minifundio antieconómico que ha terminado forzando al campesino a migrar a las ciudades.
La migración campesina del occidente del país está siguiendo el mismo patrón que la reforma agraria, esta vez distribuyendo tierras en el oriente a unidades familiares y grupos para que cultiven la tierra de forma artesanal, sin capital ni tecnología, en predios pequeños como para que puedan ser económicamente rentables. Esto va camino a un nuevo fracaso.
Durante mi adolescencia crecí en el campo y fui testigo del surgimiento de la agricultura empresarial cruceña donde cultivábamos miles de hectáreas continuas en grandes “campamentos”, con decenas de tractores modernos, fumigadoras, cosechadoras, avionetas de fumigación, camiones, desmotadoras, maestranzas, etc. y empleábamos mano de obra temporal procedente de las provincias de Santa Cruz y Cochabamba. Eran campesinos pobres que venían a carpir y cosechar para acumular un pequeño capital que les permitiera sobrevivir en sus predios agrícolas irrentables, que los mantenían en la pobreza.
En EEUU, solo el 2% de la población está empleada en la agricultura porque ésta aplica alta tecnología. Es decir, igual que la minería moderna, la agricultura empresarial contemporánea debe ser intensiva en capital y tecnología para ser rentable.
Con el tiempo, y ya está sucediendo, los “colonos” van a abandonar la tierra ocupada, incendiada y desmontada; esta cae en manos de nuevos terratenientes que acumulan grandes extensiones y movilizan enormes capitales y tecnología. Los campesinos terminarán emigrando a las ciudades en busca de empleo y oportunidades.
Habremos acabado con nuestros bosques y parques nacionales a costa de la fertilidad temporal de la tierra, los bajos salarios y los insignificantes impuestos. Será un nuevo fracaso, esta vez de enormes proporciones, una “falla” mayor que nos puede hundir definitivamente.
Al igual que la “industrialización” que no substituyó ninguna importación o la minería de “juqueo”, ahora vivimos la redistribución forzada y depredadora de tierras en el oriente; esta última terminará concentrando la tierra en latifundios empresariales mayormente extranjeros y perpetuando el círculo vicioso de la pobreza y desigualdad extrema, propia de “países bananeros”. Ese es el fin de la ruta al “socialismo”: un Estado fallido.
El autor es catedrático; fue alcalde de La Paz y ministro de Estado.