Una ya larga acumulación de indicios identificados durante los últimos quince años da cuenta de que la política boliviana está infestada por lo que bien puede denominarse Síndrome de Incompatibilidad Democrática Aguda, nuevo “SIDA” que echó raíces desde el poder y amenaza a la sociedad nacional con su probada capacidad degenerativa.
Consiste, en lo esencial, en que las creencias, los comportamientos y los discursos de ciertos actores políticos ubicados en posiciones de autoridad son abiertamente contrarios a los valores, las normas y las prácticas de la democracia que usufructúan, dicen representar e inclusive defender.
Sus efectos ya fueron verificados, en particular durante la crisis político-social de octubre y noviembre de 2019, que fue resultado de un profundo quiebre de la institucionalidad promovido desde el interior del propio grupo hasta entonces gobernante. Pero los problemas no terminaron en ese momento, pues el retorno a la gestión estatal de quienes subvirtieron por años el orden democrático trajo consigo, hasta donde es posible ver, la persistencia de aquellas malas artes.
La democracia es un sistema de gobierno fundado en reglas precisas, es decir, un régimen político, y se caracteriza por posibilitar la toma de decisiones colectivas mediante procesos pluralistas de deliberación y construcción de consensos variables.
Como sostiene Norberto Bobbio, la democracia deviene fundamentalmente un método con el que, en condiciones de libertad, igualdad y con información suficiente, se elige a los que decidirán en representación del conjunto social sin violentar derechos. Y si uno solo de estos rasgos deja de estar vigente, tiene lugar una “suspensión” de la democracia, paso conducente a su eliminación y, por tanto, a su reemplazo por una forma más bien despótica.
Cuando el gobierno desconoció la voluntad popular expresada en el referendo del 21 de febrero de 2016, que rechazó la reelección continua, y cuando poco después anuló la prohibición constitucional al respecto, cruzó el último límite que le separaba del autoritarismo. Esos antecedentes, sumados a su acción fraudulenta en los comicios del 20 de octubre de 2019, desataron la rebeldía ciudadana nacional que en las calles dio término a la arbitrariedad.
Cabe recordar algunos de los hechos ocurridos en torno a esas elecciones que muestran la naturaleza antidemocrática de ese oficialismo:
“Tenemos la lucha armada”, fue la advertencia de la dirigente campesina Segundina Flores el 7 de octubre de 2019 si los candidatos gubernamentales no ganaban las votaciones. “No sé cuántas madres están dispuestas a sacrificar a sus hijos”, afirmó dos semanas después el asambleísta Gustavo Torrico como amenaza a los manifestantes que resistían el fraude. A eso se añadió, al final de mes, el anuncio de que “Bolivia se va a convertir en un gran campo de batalla, un Vietnam moderno” hecho por el entonces ministro Juan Ramón Quintana. Ya en noviembre, otro ministro, Javier Zavaleta, aseguró que “estamos a un paso de contar muertos por docenas”. Y el 11 de ese mes una turba apocalíptica financiada proclamó “Ahora sí, guerra civil”…
Al instructivo encubierto de “Volveremos” hecho al cierre de su renuncia pública por el que fuera vicepresidente de aquel esquema de prepotencia, le siguieron los incendios criminales de bienes públicos (buses municipales, instalaciones policiales…) y hasta de domicilios particulares, los saqueos, los bloqueos a los alimentos, las amenazas de toma de las ciudades, las exhibiciones de grupos armados en las redes virtuales y la consiguiente zozobra ciudadana.
Ese plan de violencia, estrategia autoritaria frente a la pérdida de un poder carcomido, ilegal e ilegítimo, sólo confirmó el profundo carácter antidemocrático de un grupo que encarnó a título de “socialismo” y “comunitarismo” la lección central de Carl Schmitt, ideólogo del fascismo y el nazismo, de que “la democracia sólo se puede vivir como dictadura”.
Lo acontecido desde 2006 en Bolivia encaja así, a cabalidad, en la descripción que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt hacen de cómo las democracias mueren a manos de “autócratas electos” que actúan “llenando de personas afines e instrumentalizando los tribunales y otros organismos neutrales, sobornando a los medios de comunicación y al sector privado (u hostigándolos a guardar silencio) y reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario”. “La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo –dicen estos analistas– es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla”.
Si bien el “No” colectivo de 2016 alcanzó su concreción a fines de 2019, el gobierno delegado que se tiene actualmente en el país se muestra empeñado en reproducir la pauta despótica. Su ataque sistemático contra la historia reciente, la memoria y la dignidad ciudadanas, su desprecio por la institucionalidad, sus agresiones a las libertades de pensamiento, expresión e información, su anulación de las voces parlamentarias opuestas, su uso del chantaje electoral, su abuso de los bienes estatales, su encubrimiento del delito formalizado por ley o sus maniobras para imponer una victoria sucia de sus candidatos en las próximas elecciones subnacionales son síntomas del “SIDA” ya referido.
Sin embargo, la gravedad de lo hecho desde este poder heredado en poco más de tres meses es que el diagnóstico de “incompatibilidad democrática” está dejando de corresponder. Quizá, en corto tiempo, será más preciso hablar de “incapacidad democrática”. Y eso, que se sepa, no tiene tratamiento ni vacuna.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov